Sociedad
Depresión y suicidios entre los policías: el drama silencioso que la Bonaerense no puede contener
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Seis agentes se quitaron la vida en los últimos 40 días. Una tragedia que obligó a la creación de un programa específico.
Los Duarte son una familia numerosa y unida del barrio Pico de Oro de Florencio Varela. Siempre que pueden, Alicia y Eustacio ponen algo en la mesa y juntan a sus cinco hijos: cuatro varones y una mujer. Pero esa costumbre entró en crisis hace un mes, cuando el mayor de ellos, Demián Cristian Duarte, de 32 años, hincha de Boca y oficial de la Policía Bonaerense, tomó la decisión de quitarse la vida.
Demián es uno de los seis hombres de esta fuerza que se suicidaron en los últimos 40 días.
A Demián la vocación se le había despertado en la adolescencia. Ni bien salió de la secundaria N°10 de Varela se anotó en la escuela Juan Vucetich, adonde van los chicos del Conurbano que sueñan con ser policías. El edificio blanco y antiguo, flanqueado por palmeras perfectas que perforan el cielo, luce imponente sobre esa inmensa esponja de eucaliptus, araucarias y robles que es el parque Pereyra Iraola de Berazategui. Ahí, los alumnos de la Bonaerense experimentan un régimen de internado. Cuando egresan entran de lleno en un ambiente bien distinto: la vida de comisaría.
El hijo de Alicia y Eustacio se puso el uniforme azul en 2010. Poco después se dio otro gusto y fue dos veces papá. Pero la vida se le complicó con tropiezos laborales y amorosos que no hablaba con casi nadie y no pudo destrabar. En la última etapa trabajaba en la comisaría tercera de Avellaneda, bajo el demandante régimen de 24 horas de servicio por 48 de descanso. Estaba separado de su segunda pareja, alquilaba con lo justo y hacía lo que podía. Alicia, su mamá, dice: “Su mundo era su nene, si tenía un tiempito lo compartía con él”.
Era muy reservado y nadie imaginó lo que vendría, pero el lunes 28 de agosto Demián le avisó por teléfono a uno de sus hermanos que iba a matarse. Aunque lograron llegar y rescatarlo con vida, su estado era crítico y murió días después en el hospital Mi Pueblo de Varela. Alicia, la mamá, sigue pensando que no es cierto y que en cualquier momento lo verá entrar con su nieto. “No teníamos la gran cosa, pero sí nos teníamos entre todos. Y siempre juntos”, alcanza a decir.
El día anterior, su hijo había protagonizado un conflicto grave con su concubina. Por eso la fuerza le sacó el arma y le ordenó empezar con tareas no operativas, las “TNO” en la jerga policial. Con esta estrategia, la Dirección de Sanidad de la Bonaerense busca contener la profunda crisis de salud mental que padece su tropa, un verdadero torbellino de depresiones, cuadros de estrés, violencia de género, adicciones y suicidios. Pero el protocolo de Sanidad no alcanzó: sin su arma, el oficial Duarte usó una soga. Su vida en la Policía duró 13 años.

La Bonaerense es una fuerza creada hace unos 200 años que tiene casi 100.000 efectivos, mitad hombres y mitad mujeres. Hoy sus efectivos mueren cinco veces más por suicidios que por enfrentamientos. El año pasado, a esta fuerza se le murieron seis miembros durante actos de servicio, pero 36 por suicidios (11 mujeres y 26 varones). Hubo tres suicidios por mes en promedio. Fue la peor estadística de los últimos cinco años: en 2021 se habían suicidado 26 policías; en 2020, 18; en 2019, 32; en 2018, 30; y en 2017, 30; en 2016, 39; y en 2015, 26. En promedio, se suicidan 30 policías bonaerenses al año. En lo que va de 2023, los casos son 12.
La estadística guarda distintas historias, con víctimas de todos los distritos, casi siempre muy jóvenes. El año pasado, por ejemplo, se suicidó un teniente primero que integraba la custodia del gobernador Axel Kicillof en La Plata. También una oficial que había sido abusada por su jefe. Se disparó en el pecho otra oficial de Mar del Plata. Y en dos casos, los efectivos directamente se bajaron del patrullero en plena jornada de trabajo y se volaron la cabeza de un tiro en el baño de una estación de servicio del Conurbano.
En general, lo hacen cuando están de franco y usando el arma reglamentaria. Pero también se quitan la vida policías que ya no convivían con el arma, justamente porque atravesaban crisis de salud mental. Damián Jeremías Alegre, más conocido como Chiki, es un caso reciente. Este sargento llevaba un año sin arma, pero también sin acceso a una terapia. Cuando no aguantó más, usó una soga.
Chiki era de Almirante Brown. Padre de tres chicos, fumaba, y peinaba hacia atrás su pelo de tono levemente colorado. Casi siempre sonreía, aunque vivía una relación tóxica que se lo comía por dentro. Uno de los amigos que hizo en la Bonaerense lo define como “un vigi que se hacía querer por todos, superiores, iguales y subalternos”. Pasó 15 años en la fuerza y estuvo en varias comisarías de Lomas de Zamora. En la última lo tuvo de superior a Agustín, un policía 20 años mayor que presenció el comienzo de su declive emocional. “Él tenía problemas de pareja que no resolvía. Por eso primero se quedó sin auto, se volvió a vivir con la madre y se la pasaba haciendo adicionales para llegar a fin de mes, como todos los polis. Estaba angustiado por los hijos”. Agustín tiene 54 años y se formó en otra época, cuando la escucha del jefe al vigi era parte de la cultura institucional. “Él lloraba conmigo cuando salíamos a la calle y compartíamos el móvil. Nunca llegó tomado, pero sé que estaba mal, que tomaba y dormía mal. Yo lo aconsejaba, porque soy mucho más grande”, se apena.
Chiki terminó denunciado por violencia de género y le quitaron el arma, por prevención. Después le dieron licencia psiquiátrica y lo pasaron a “disponibilidad”, pero también lo dejaron sin red. Debía cumplir con un control mensual, pero no tenía una terapia. Agustín explica: “No hay casi psicólogos y psiquiatras que atiendan por IOMA, y para nosotros los polis se hace imposible pagar esa plata”. La cobertura de IOMA sólo existe en La Plata y de forma deficiente; en el resto de la provincia, ni eso.

El sargento Chiki se fue quedando. En un último intento de agarrarse a la vida, se ofreció como barman para el casamiento de otro chico de la comisaría, pero no se dio. Y así llegó al final, el 30 de agosto pasado. Agustín no tuvo fuerzas ni para ir al velorio: “Prefiero quedarme con su recuerdo. Lamentablemente, es el tercer compañero que se me suicida, tomando en cuenta sólo los que trabajaron conmigo. Fuera de ésos, sé de un montón en 30 años de servicio”.
Los noviazgos o matrimonios turbulentos aparecen muchas veces en la antesala de estas muertes. Otro denominador común son las penurias económicas: los policías viven endeudados. Sus recibos de sueldo son un muestrario de los descuentos por préstamos personales que pidieron para cancelar el anterior. Todos dependen del Fondo de Ayuda Financiera de la Caja de Retiros, Jubilaciones y Pensiones, que recauda más de $ 650.000.000 al mes por préstamos, y esto considerando sólo al personal activo.
“¡No doy más!”
El otro telón de fondo es el agotamiento. Los policías cuentan que viven sometidos a los llamados “recargos” horarios y a los destinos laborales alejados, que les agregan muchas horas al servicio propiamente dicho y son forzosos. Una de las últimas muertes lo refleja dramáticamente. Damián Fernando Cenzano, de 28 años, se suicidó el 9 de septiembre y lo decidió arrinconado por la presión laboral, según denuncia su papá, un policía con 30 años de servicio muy querido en Arrecifes.
El capitán Fernando Darío Cenzano habla empujando la voz: “El dolor que tengo no se me va a ir hasta que me cierren los ojos, pero quiero hablar. Hay muchos pibes que no dan más y nadie habla. Yo voy a hablar, porque el que está en el cajón es el mío, pero esto no termina en mi hijo. Todos están así”.
Damián entró a la fuerza a los 21, siguiendo los pasos de su papá. En la última etapa ganaba $200.000 y alquilaba una habitación con cocina y baño por $49.000 en Arrecifes. Tenía destino laboral a 60 kilómetros, en el destacamento de Arroyo Dulce. Su padre cuenta que se la pasaba viajando y buscando cómo viajar, porque no tenía un transporte directo. Se esmeraba para llegar puntual y evitar sanciones, que son económicas. Estaba esperando un traslado a su pueblo para vivir mejor.
Sus pasiones eran correr y pasar tiempo al aire libre en Arrecifes. También leía, llevaba un diario íntimo y estaba de novio. En una selfie que subió a Instagram hace un año, el sol le pega en la cara y muestra una sonrisa enorme sobre el Puente de Fierro del río Arrecifes, un lugar típico para caminar o pescar. En otra foto, hace tres años, posa con los brazos abiertos en el bosque de El Bolsón. En la naturaleza y en la escritura buscaba la paz.
También la buscaba con un psicólogo, que pagaba de forma particular. Su papá cuenta: “Él no estaba bien, tenía como una angustia, un problema que quería resolver. No le encontraba sentido a la vida. Es como que se te mete un bichito en la cabeza y te taladra”. La amargura se calca en el rostro de este hombre canoso de cejas tupidas y anteojos, un policía a la antigua y un padre protector: “Tengo dos hijos, yo los hice, son mis hijos. Yo los aconsejaba, yo todo”, dice apretando los puños.
Damián no quería pedir licencia, son cosas que manchan la carrera. Hacía un curso virtual para ascender de oficial a sargento, y pocos días antes del final se había comprado un uniforme nuevo completo en Pergamino. “Yo le presté el auto. Gastó $120.000. Se lo probó y me mostró cómo le quedaba”, dice Cenzano, en el hogar austero que comparte con su esposa y otro hijo.

El detonante de su muerte fue una mala noticia laboral, que Damián le contó por teléfono a su papá inmediatamente. Estaba enojado. Había salido su traslado, pero no a Arrecifes, sino a otra comisaría de Salto. Tendría que seguir viajando, pero había algo peor: con el cambio perdía su próximo franco y se le venían encima 48 horas seguidas de servicio sin descanso. Tenía que seguir activo jueves y viernes; podía volver a Arrecifes el sábado a la mañana, pero sólo por unas horas. A la noche debía estar de nuevo en Salto.
“¡Papi, no doy más! –dijo en esa última llamada–. Yo no soy un súper policía, no puedo hacer tanto. Me estalla la cabeza. Necesito paz. Me cambian todo y me están boludeando con las vacaciones, me dicen un día que sí, otro que no”. Dami, como lo llama su padre, era un buen funcionario, cumplió con todo y el sábado llegó a Arrecifes. Pero esa noche, en vez de volver a trabajar, se quedó en su casa y lo hizo. Tenía el arma, pero usó una soga.
En el velorio, estrujado de dolor, Cenzano increpó con una sola frase al jefe de Damián: “¡Mi hijo te pedía a gritos las vacaciones!”. Su colega sólo pudo asentir en silencio. Después de la tragedia, la fuerza donde el capitán Cenzano sirve desde hace tres décadas le sacó el arma y le ofreció psicólogos. Pero también lo lastimó: “Para cubrirse, dijeron al diario local que fue por un problema personal. Y no, a mi hijo lo hicieron cubrir distintos puestos en pueblos de la zona, le postergaban las vacaciones y le quitaron un franco. Lo terminó de detonar la presión. Si le hubieran hecho caso bajaba un cambio y, tal vez no tan presionado, no pasaba”, plantea.
“Mi hijo amaba ser Policía, pero llegó a un límite. Los jefes se aprovechan, con tal de cubrir el servicio fuerzan a los pibes”, denuncia. También menciona el padecimiento de los chicos de los pueblos de la Provincia enviados sin opción a las bases de la Unidad Táctica de Operaciones Inmediatas (UTOI) en el Conurbano: “Están mal, tienen que gastar $7000 de Uber, porque no hay colectivos, y si no llegan a horario les dan sanciones que les tocan el bolsillo. Terminan el mes sin plata y con problemas psicológicos”.
Cenzano dice: “Hay chicos de 20 años que se matan. Traen un problema de cola, que intentan resolver con psicólogos, y esto los termina de detonar. Alguien le tiene que dar pelota a este tema porque es un desastre. Tiene que cambiar, que un jefe vea a un vigi decaído y le pregunte qué le pasa. Así debe ser. Esto es como ni una menos: ‘Ni un suicidio más’”.
Varias de las últimas víctimas trabajaban en la UTOI. Por ejemplo, Matías Benechea o Zahira Quimey Cuenca, de apenas 19 años. Esas muertes encienden la mayor alerta: están demasiado cerca del test psicotécnico que los admitió y los dejó unirse a un trabajo complejo en una unidad de las Fuerzas Especiales. Hoy se puede entrar a la Bonaerense a los 17 años. Y el área de Ingresos que los selecciona, curiosamente, no está en manos de policías.

Cenzano dice: “Nosotros vamos a accidentes, a suicidios. Yo he juntado con mis manos pedazos de ser humano, y después no tenés a nadie para hablarlo. Tendríamos que tener psicólogos gratis. Todo lo que vemos y pasamos, a los chicos los afecta muchísimo. No son como los viejos, que somos un roble. Es otra generación. Son chicos inteligentes pero frágiles”.
Los policías también lloran
“La Bonaerense es como una olla a presión con fuego abajo a la que le ponen la tapa”, dice el psiquiatra Sergio Gustavo Evrard, que atiende a muchos policías de la Bonaerense y desde hace tiempo observa con preocupación sus padecimientos. “Pareciera que son descartables –plantea–. El mundo moderno nos trata así, pero a ellos en especial. Se sienten en servicio las 24 horas, exigidos a estar conectados al celular con sus jefes incluso los francos. Tienen que limpiar su lugar de trabajo, ¡hasta los baños!, comprarse el uniforme, cuando en cualquier fábrica te lo dan. Y no tienen tiempo libre”.
La mayoría trabaja 48 horas por 24, lejos de su casa, y está en pareja con otro policía. Nunca les coinciden los horarios para desarrollar la vida familiar. Además, la mayoría tiene una segunda ocupación: son choferes de Uber, dan clases de fitness o artes marciales, hacen changas de albañilería o de seguridad. “Deberían ganar bien y dedicarse cien por cien a su trabajo, pero hacen otra cosa para sumar un mango. Muchos además consumen drogas. No están frescos y tienen un arma en la mano”, advierte el psiquiatra.
“Son laburantes de clase media baja a baja, no se pueden dar gustos, viven estresados y no tienen válvulas de escape. Están cansados. Me dicen: ‘Doctor, quiero dormir o estar tirado en el sillón mirando Netflix’. Y a veces pienso: ‘Éste tipo va a explotar’”. Evrard cuenta que a su consultorio suelen ir sin uniforme, “quizá por vergüenza de ser vistos como alguien débil que tuvo que ir al psiquiatra”. Y que adentro lloran: “Son humanos, lo quiero resaltar. Son laburantes como cualquier otro. Hay buenos, malos y mediocres, pero eso sí, los que terminan en el psiquiatra, los que yo atiendo, no son los corruptos sino los pobres giles. Y me pregunto por qué”.

El especialista analiza: “Los más jóvenes están desbordados por un combo de exigencia laboral y conflictos familiares. Los más viejos están desencantados con todo, desilusionados de una fuerza que no los banca en nada. Hay mucho desinterés de los jefes hacia sus subalternos y falta de compañerismo entre pares. Hay una cosa de competencia o de salvaje indiferencia. Es como si se hubiera perdido la humanidad”.
El mes pasado se creó el “Programa de Prevención del Suicidio”, que nombra con todas las letras a este tabú y reconoce el problema. Está dentro de la Subsecretaría de Salud y Bienestar Policial. Busca darle difusión. En 2020, durante la cuarentena, el Ministerio de Seguridad había armado un call center con psicólogos para atender a los policías, uno de los grupos de trabajadores esenciales más expuestos al coronavirus. Esa línea servía para canalizar angustias de forma amplia, pero no la dotaron de estructura suficiente, al punto de que los efectivos ni la conocían. Clarín se comunicó con el Subsecretario de Promoción de la Salud y el Bienestar Policial del Ministerio de Seguridad, Carlos Alberto Longo, que evitó responder qué objetivos se plantea este nuevo programa (de Prevención del Suicidio).
Un alto jefe policial del conurbano norte, compenetrado con este drama silencioso que se lleva en promedio tres hombres de la Bonaerense por mes, dice que hay una salida y es un “cambio cultural”. “Es necesario que al policía se lo reconozca como persona, que tenga derechos laborales y que haya mayor empatía vertical y horizontal. Que la vida del policía sea más organizada y previsible, hoy reinan el caos, la frustración laboral, económica y familiar”.
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Sociedad
Qué son los exosomas y por qué podrían ser claves en la lucha contra el Alzheimer
Publicado
13 horas atráson
2 diciembre, 2025Por
Admin
Un reciente avance científico señala que la función de estas diminutas estructuras celulares resulta decisiva para el intercambio de señales entre neuronas y ofrece nuevas perspectivas para comprender y abordar enfermedades neurodegenerativas hereditarias
Un equipo de la Universidad de Aarhus realizó un hallazgo importante para entender el Alzheimer familiar, una forma hereditaria de esta enfermedad que afecta la memoria y capacidades cognitivas.
El papel de SORL1 y los mensajes celulares
El estudio, dirigido por Kristian Juul-Madsen y Thomas E. Willnow, en colaboración con el Max-Delbrueck-Center for Molecular Medicine de Alemania, se centró en la variante N1358S del gen SORL1. Esta mutación se encontró en casos de Alzheimer de inicio temprano.

El gen SORL1 es responsable de fabricar una proteína llamada SORLA, que tiene la tarea de organizar el transporte de sustancias dentro de las células cerebrales. Hasta ahora se sabía que SORLA ayudaba a evitar la formación de depósitos dañinos relacionados con el Alzheimer, pero los científicos quisieron saber si su función iba más allá de este proceso.
Uno de los grandes descubrimientos es que, aunque la mutación N1358S no cambia la interacción de SORLA con la sustancia relacionada con la formación de placas en el Alzheimer, sí altera el grupo de proteínas con las que suele trabajar.

El análisis detallado reveló que los cambios afectan principalmente a la producción y liberación de exosomas. Estas son pequeñas vesículas que las células utilizan para enviarse mensajes e instrucciones entre sí.
Cuando los científicos compararon células con y sin la mutación, vieron una clara disminución en la cantidad de exosomas liberados por células que tenían la variante N1358S o que carecían del gen SORLA.
Además, los exosomas de estas células eran algo más pequeños y presentaban una consecuencia aún más importante: perdían su capacidad para ayudar en el crecimiento y desarrollo de otras neuronas. En las pruebas, exosomas normales aplicados a neuronas jóvenes estimulaban su maduración, mientras que los provenientes de células con la mutación ya no ofrecían ese beneficio.

El contenido de los exosomas también se vio afectado. Los exosomas de las células modificadas llevaban menos microARNes que apoyan el desarrollo neuronal, y más microARNes con efectos opuestos. Este desequilibrio se asoció con la incapacidad de los exosomas alterados para apoyar la maduración de otras neuronas.
Nuevas pistas para el entendimiento y tratamiento
El descubrimiento llevó a los autores a concluir que SORLA regula la cantidad y la calidad de los exosomas que las células liberan, y que cuando esto falla, la comunicación entre las células se ve interrumpida. Este defecto en el envío de mensajes entre las células cerebrales, y no solo la acumulación de sustancias dañinas, podría estar en el origen del Alzheimer familiar.
La investigación también observó que el papel de SORLA en la fabricación de exosomas existe tanto en neuronas como en microglía, lo que sugiere que su función es amplia dentro del cerebro.
Los investigadores concluyen afirmando que este avance ofrece la posibilidad de desarrollar nuevas estrategias para diagnosticar y tratar la enfermedad, dirigidas a restaurar la comunicación entre las células cerebrales y mejorar la calidad de vida de los pacientes con Alzheimer familiar.
Sociedad
Así luce Britney Spears hoy, a los 44 años
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14 horas atráson
2 diciembre, 2025Por
Admin
La artista transita una etapa de cambios profundos, con reconciliaciones familiares, vida más reservada en México y nuevos desafíos en torno a su bienestar y privacidad
El 2 de diciembre, Britney Spears celebra su cumpleaños número 44 en medio de una etapa marcada por la transformación y la búsqueda de equilibrio personal. La referente indiscutida del pop desde finales de los 90 festeja un nuevo año de vida tras superar retos personales y familiares, y al iniciar su residencia en México, donde procura mayor tranquilidad y privacidad.
Desde el final de su tutela en 2021, retomó el contacto con sus hijos, Sean Preston y Jayden James, intentando fortalecer los lazos con su familia. Su reciente aparición junto a Kim y Khloé Kardashian en Hidden Hills, California, evidenció su nuevo impulso social y su apertura a vínculos públicos.

En 2025, protagonizó un episodio mediático durante un vuelo privado al encender un cigarrillo y consumir alcohol, lo que provocó una amonestación de las autoridades a su llegada a Los Ángeles. A pesar de estos contratiempos, la cantante asegura estar enfocada en su recuperación y aprendizaje, priorizando su privacidad y salud mental. La búsqueda de autonomía y protección familiar es uno de los pilares en este nuevo capítulo.
Cómo fue la carrera de Britney Spears
Su imagen evolucionó paralelamente a los cambios en la industria y desafíos personales. Spears enfrentó la presión extrema de los medios, factores que propiciaron la tutela legal en 2008. Sin embargo, continuó lanzando música y colaborando con grandes figuras, manteniendo su popularidad y relevancia.

En Las Vegas marcó un precedente al inaugurar una residencia exitosa que inspiró a otros artistas. Talento escénico y espíritu de reinvención permitieron que su figura permaneciera activa durante más de dos décadas en el panorama musical internacional.
Qué le pasó a Britney Spears
En 2008, Britney Spears fue sometida a una tutela que la privó del control sobre sus finanzas y muchas decisiones personales, con el argumento de proteger su salud mental y seguridad. Jamie Spears, su padre, fue nombrado tutor principal, lo que deterioró el vínculo entre ambos.
El arduo proceso legal para terminar la tutela se extendió hasta 2021, convirtiéndose en un caso emblemático de debate público y de movimientos de apoyo. Una vez recuperada su libertad, Spears confesó haber sufrido “daño cerebral” por experiencias traumáticas del régimen legal y expresó sentirse afortunada de “estar viva” tras superar ese periodo adverso. El lanzamiento del libro de Kevin Federline, su exmarido, con nuevas acusaciones sobre la vida familiar, volvió a encender la discusión pública.

Pese a los desafíos prioriza recuperar los vínculos con sus hijos y hermanos, y busca el equilibrio en su salud mental. Después de publicar sus memorias y superar distintas controversias, la artista decidió enfocarse en proyectos personales y mantener distancia de los escenarios por el momento.
Qué se sabe de la vida amorosa de Britney Spears en la actualidad
Tras su separación de Sam Asghari en 2024, Britney Spears optó por la reserva en su vida sentimental. Las noticias actuales no la vinculan con una pareja estable y la cantante protege la intimidad sobre sus relaciones.
Spears privilegia su bienestar y la reconstrucción de su entorno familiar. Eventos sociales como su encuentro con las Kardashian generaron especulaciones en redes, pero la artista evita confirmar novedades amorosas y elige centrarse en su independencia emocional y personal. Su entorno más cercano destaca que respeta su propio tiempo y espacio en esta etapa.

Los premios que recibió Britney Spears a lo largo de su carrera
En más de 20 años de trayectoria, Britney Spears ha sido reconocida con numerosos galardones internacionales. Recibió un Premio Grammy, varios MTV Video Music Awards, y premios en diferentes ceremonias internacionales. Sus discos han alcanzado múltiples certificaciones de platino y oro, consolidando su lugar en la historia musical.
Además de los premios estrictamente musicales, Spears ha sido homenajeada por su impacto en la cultura pop y su influencia en la industria del entretenimiento. Su residencia en Las Vegas revitalizó el formato y sus coreografías y videoclips han dejado huella en varias generaciones. En 2025, sorprendió con el anuncio de su línea de joyería, B Tiny, mostrando una faceta emprendedora y creativa.
Sociedad
Las confesiones de la mujer que fue obligada a casarse a los 3 años con el líder de los “Niños de Dios”: “Mi mamá me entregó”
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14 horas atráson
2 diciembre, 2025Por
Admin
Serena Kelley contó todo lo que vivió en la secta. “Era apenas una ficha dentro de un orden sagrado que solo admitía obediencia”, afirma. Los rastros de la organización de David Berg en Argentina
El tiempo parece no haber pasado en la memoria de Serena Kelley. Al cerrar los ojos, reconoce los pasillos de paredes descascaradas, el olor persistente de sopa recalentada en las cocinas colectivas, las colchas remendadas y los rezos monótonos que llenaban el aire. Pero nada pesa tanto como el día en que, a los tres años, fue obligada por los líderes de la secta Niños de Dios a casarse con su fundador, un hombre de sesenta y siete años llamado David Berg. Aquel “matrimonio” fue una ceremonia fría: nadie lloró, todos aplaudieron, y una multitud de adultos —hombres y mujeres sedientos de redención— entonaron himnos bajo una luz mortecina.
La secta Niños de Dios, nacida en Estados Unidos a finales de los años 60, creció bajo la voluntad absoluta de David Berg, quien exigía la sumisión más extrema y disfrazaba sus violencias con palabras de amor y promesas de salvación. Para los niños, la vida bajo su credo fue una condena: no les fue permitido jugar, dudar, ni siquiera crecer en paz.

Himnos y rutina: el instante donde murió la niñez
La ceremonia sucedió en una sala común, adornada con flores plásticas y mantas mal dobladas. Alguien, con voz solemne, murmuró junto al oído de Serena Kelley:—Sonríe, pequeña. Es un honor. Eres la elegida del profeta.
El trauma de ese instante quedaría suspendido para siempre. “Nunca tuve la sensación de ser una persona. Me percibía como un objeto, un bien que podía cambiar de manos según la decisión de los mayores”, contó Serena más de treinta años después.
La ceremonia no fue el fin, ni el peor de los males. Solo marcó el principio de una vida tejida en abusos, secretos y silencios impuestos por quienes juraban protegerla. Estados Unidos, América Latina y Europa. La secta dispersó a sus fieles en comunidades cerradas donde la infancia era solo un rastro difuso, rápidamente asfixiado.
La doctrina del abuso
David Berg, quien se hacía llamar “Moisés modernizado”, construyó una estructura cerrada e implacable. Sus seguidores —la familia espiritual— se regían por normas estrictas: rezos al despuntar el alba, trabajo doméstico, evangelización y absoluta devoción al profeta. Fueron miles los niños criados en este régimen. Él grababa cassettes y enviaba largas cartas manuscritas que todos debían memorizar.

Un día, en una de estas grabaciones, Berg insistió: “El Señor exige entrega sin peros. Los niños son del rebaño, y nosotros solo guiamos sus pasos hacia Su gracia”.
Cualquier duda, cualquier resistencia, era castigada con dureza. Temían más el rechazo de la comunidad que el afuera desconocido. Por las noches, mientras la oscuridad envolvía las casas comunes, la madre de Serena le susurraba:“Nada temas, hija. Todo ocurre porque Él lo dispone”.
Los juegos, cuando existían, eran premios fugaces por la obediencia, o máscaras detrás de las cuales se ocultaban castigos y pruebas de disciplina.

El despojo gradual: madre, niña y el silencio
Serena tenía prohibido preguntar por qué ya no dormía con otros niños; por qué la llamaban “esposa pequeña” en voz baja y “elegida” en público. Las respuestas nunca llegaban. Solo quedaba el miedo de los pasillos, el frío de las miradas y la certeza de que su madre ya no podía protegerla. “Iba perdiendo mi voz. Me reconocía cada vez menos cuando me miraba a los espejos polvorientos del lugar”, recuerda.
Salían poco a la calle. Cuando lo hacían, era custodiadas por adultos devotos —llamados “tíos” y “tías”—, que evitaban cualquier contacto con el mundo exterior, temerosos de agentes del demonio, curiosos, periodistas o policías. “Aquí afuera está el infierno. Solo la familia es segura, solo nuestro pastor sabe lo que te conviene”, sentenció un día la madre de Serena ante la menor duda.
La expansión de los Niños de Dios: redes de fe y dolor
La secta Niños de Dios nació en California a finales de los años 60, con David Berg a la cabeza. Pronto, su mensaje —una mezcla de carisma, radicalismo y devoción bíblica— logró arrastrar a decenas y luego miles. Prometía una familia extensa, una comunidad capaz de proteger a sus miembros del veneno del mundo.
La realidad era otra. El “amor libre” y la obediencia estricta camuflaban abusos y sometimiento. Cambiaban de ciudad a menudo, mudándose incluso de país, huyendo de las autoridades y de cualquier rumor peligroso para la organización.
La secta se expandió a América Latina y Europa. El horror se replicaba sin distinción geográfica: todos los niños, todas las niñas eran vulnerables. Nadie escapaba al mandato del profeta.

’}En 1993, la Policía Federal argentina realizó siete allanamientos en distintos puntos del país, ordenados por el juez Roberto Marquevich. La denuncia era de corrupción de menores y llegaba impulsada por el consulado estadounidense que buscaba a cuatro chicos secuestrados por la secta los Niños de Dios.
La Justicia rescató 268 menores que habían sido cooptados por los Niños de Dios, la secta liderada por Berg. Así lo contó la periodista Emilse Pizarro en una nota publicada en 2019 en Infobae.
La vida de una niña rota: años de miedo continuo
A los seis años, Serena Kelley ya no tenía recuerdos de antes de la secta. Cada cumpleaños era solo una fecha en el almanaque; un día igual a todos, con nuevas obligaciones y promesas de mayor entrega. La infancia, para ella y los demás, era solo una palabra.
—Pronto, el profeta te confiará una misión inmensa —le advirtió una vez una tía, con una sonrisa ahogada.
En la comunidad, la obediencia era condición para la supervivencia. El silencio, una manera de sobrevivir. Llorar o rebelarse traía castigos que iban desde la humillación pública hasta la segregación en habitaciones oscuras.
David Berg gobernaba con mano firme. Los niños eran herramientas, símbolos de pureza y objetos de propiedad espiritual y carnal.

La toma de conciencia fue lenta. Adolescente, Serena Kelley comenzó a escribir pequeños relatos y a leer libros clandestinos que circulaban entre los jóvenes rebeldes de la secta. Descubrió que el mundo exterior no era un abismo, sino una opción.
La huida no fue gloriosa. Llevó tiempo, dudas, amenazas de ostracismo y un trabajo minucioso para frenar el adoctrinamiento instalado desde la cuna. “La libertad aterra al principio. Te sientes incompleta, culpable, deseando volver solo para no tener que decidir sola,” cuenta Serena.
Tras su salida, las pesadillas fueron constantes. Los recuerdos volvían con frecuencia. La voz grave de Berg, las miradas de los fieles, las frases envenenadas por la devoción. Nadie la persiguió, pero la vergüenza y la sospecha nunca la abandonaron.
El testimonio y la recuperación
Solo al contar su historia, primero en círculos privados, después en reportajes y foros internacionales de víctimas de sectas, Serena Kelley halló un propósito difícil: luchar por la memoria colectiva y el reconocimiento de los horrores sufridos por los hijos de la secta Niños de Dios.

“No pido piedad ni ira. Solo exijo memoria y verdad, para que ninguna niña tenga que vivir en carne propia lo que a mí me arrebataron”, reclama Serena cada vez que toma un micrófono.
Decenas de personas contaron historias similares. Los patrones se repiten: control total, aislamiento, abuso físico y psicológico. Las estructuras legales no siempre llegaron a tiempo. La secta —dispersa y debilitada tras la muerte de Berg en 1994— sobrevivió en pequeñas células, amparada muchas veces por la inacción judicial y el olvido social.
En una carta pública leída en una conferencia para sobrevivientes de sectas en Los Ángeles, Serena Kelley resumió el sentido de su lucha:
“A quienes me piden que olvide, les digo: sigo siendo una niña de tres años, con un vestido viejo y la promesa del profeta clavada en el pecho. No dejaré que esto se olvide. Hablo por todas las que no pudieron, las que aún callan, las que murieron esperando otra oportunidad de ser libres”.
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