Sociedad
De usar un exoesqueleto a correr en una silla de ruedas: la primera runner con discapacidad que escribió su autobiografía
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María de los Ángeles Muñoz tiene 38 años y nació con un diagnóstico que le impide caminar. Hace casi una década descubrió el running y ya participó en casi 15 carreras. En su libro “Que tu límite sea la finish line”, repasa su recorrido por distintas disciplinas deportivas y cuenta cómo esa práctica transformó su vida
Mientras cursaba uno de los últimos años de la licenciatura en Comunicación en la Universidad Austral, María de los Ángeles Muñoz participó de una charla sobre perfiles profesionales y salidas laborales. Al igual que sus compañeros, escuchaba con atención a la oradora, hasta que la mujer la miró y, delante de todos, le dijo en voz alta: “Yo no sé cómo vas a hacer vos”. Sentada en su silla de ruedas, la joven no supo qué responderle. “Por supuesto que me lo había planteado. Y no solo por mi realidad, sino por el contexto: mundialmente se estima que 3 de cada 4 personas con discapacidad en edad de trabajar —y que podrían hacerlo— se encuentran desempleadas. Pero en ese momento pensé: ‘Bueno, dame un poco más de ánimo’”, le cuenta Angie a Infobae.
Entre quienes la desalentaron y quienes le sugirieron que buscara ejemplos inspiradores, Ángeles eligió construir el suyo propio: se convirtió en corredora. Hoy tiene 38 años, vive en la localidad bonaerense de San Isidro, trabaja desde hace casi una década como asesora en comunicación y diversidad, y acaba de publicar el libro Que tu límite sea la finish line (Editorial Libella), donde narra en primera persona su historia de vida y profundiza en su vínculo con el running adaptado. “La vida con discapacidad se convierte en una maratón —o muchas maratones— en sí misma”, asegura.

La largada
Hija de Alicia y José, María de los Ángeles nació el 10 de junio de 1986 con un diagnóstico al que prefiere no nombrar por su denominación científica, pero que le impide caminar. De chica, explica ahora, su vida estuvo atravesada por una serie de dispositivos ortopédicos que, según el modelo médico de interpretación de la discapacidad de aquella época, apuntaban a que su cuerpo lograra una marcha, aunque fuera asistida.
Durante su primera infancia, su movilidad cotidiana se dio gracias a un bipedestrador con ruedas y un exoesqueleto que tomaba sus piernas y su espalda. Pero con el tiempo, ese aparato comenzó a resultarle cada vez más incómodo. “A medida que iba creciendo había que modificar el exoesqueleto y a veces me lastimaba. En verano me hacía sufrir el calor de un modo inexplicable. En la adolescencia me sentía condicionada a la hora de vestirme porque dañaba mi ropa o no me gustaba que se viera. También empecé a pensar que ningún hombre querría abrazarme y sentir esa ‘armadura’ plástica/metálica que sonaba a objeto hueco al tacto”, cuenta en su libro.
Mientras atravesaba ese momento, Angie encontró en la actividad física una herramienta clave para su autonomía. Además de kinesiología, a lo largo de los años probó diversas disciplinas, entre ellas yoga, básquet, tenis, pilates y baile. “El tenis me hizo sentir deportista. Lo practiqué desde los 10 a los 15 y me fortaleció mucho físicamente. De los entrenamientos de básquet aprendí a pasarme de una silla a la otra y a alcanzar objetos del suelo. Aunque ya no lo practico, si se me cae algo al piso, lo agarro sin desestabilizarme en el 99,5% de las veces”, cuenta.

Un momento bisagra
Aunque en el libro decidió no profundizar en episodios de bullying o situaciones “que la llevaran a lugares oscuros”, durante la entrevista con Infobae, María de los Ángeles compartió una escena que marcó un antes y un después en su infancia. Tenía diez u once años cuando escuchó por primera vez hablar de “discapacidad”.
“Estaba en la casa de una amiga, jugando con una muñeca. Éramos tres. En un momento, una de ellas me revoleó un oso de peluche y me dijo: ‘Paralítica, te estoy hablando a vos’. Yo le contesté: ‘¿A quién le decís paralítica? Me llamo Ángeles’. Nunca había escuchado esa palabra. De mi situación física supe siempre —incluso de las dos operaciones que me habían hecho de bebé— porque mis padres jamás me lo ocultaron; pero se planteaba como una particularidad mía, no como un defecto ni como algo estigmatizante”, relata. “Recién ahí entendí que era distinta”.
El ingreso a la universidad —descartó la opción pública por falta de accesibilidad en aquel momento— y su posterior inserción en el mercado laboral fueron otros obstáculos que superó a base de esfuerzo y perseverancia. “En turismo se dice que las personas con discapacidad no viajamos adonde queremos, sino adonde podemos. Con el estudio y el empleo sucede más o menos lo mismo. Tengo la suerte de tener un trabajo que, además, me gusta. Pero no siempre se da así. En Argentina, solo el 13% de las personas adultas con discapacidad estamos trabajando”, asegura.

En sus marcas, listos… ¡ya!
A los 30 años, casi por azar, descubrió el running y encontró en esa actividad algo distinto. “Me pareció fascinante que una práctica deportiva solamente tuviera como requisito moverme con mi silla: sin raquetas, pelotas, palos, arcos ni reglamentos que no se adaptaran fácilmente a mí. Lo sentí ‘natural’, no forzado”, cuenta.
Y sigue: “Yo venía de un momento ‘muy intelectual’, porque había estado muy enfocada en terminar la facultad, pero seguía saliendo a moverme con la silla y tenía incorporada la rutina de hacer varios kilómetros por día, todos los días. Hasta que un día me enteré de que existían carreras en las que cualquiera podía inscribirse, tuviera o no discapacidad. Vi que había una cerca de casa y dije: ‘Voy’”.
La primera que corrió fue Boulogne Corre, en 2018. Todavía recuerda la adrenalina de la largada, el vértigo compartido con decenas de runners y esa sensación de empuje colectivo. “El ‘malón’ te lleva. A mí me pasa siempre: corro más rápido en la carrera que en los entrenamientos”, cuenta.
Después de esa primera experiencia, Angie quedó fascinada. Durante los entrenamientos, relata, descubrió “el saludo runner”: una liturgia espontánea que mezcla contacto, gestos y palabras. “Es chocar los cinco cuando pasás al lado de alguien o, si no llegaste a poner la mano, hacer un guiño, bajar la cabeza, sonreír. Decir: ‘Hola‘, aunque no te conozcas; o alentar con un: ‘Vamos. Fuerza‘, cuando ves que el otro viene más cansado por más que no lo conozcas. Hay mucha empatía en el saludo runner”, explica.
Ese código fue clave para sentirse parte de algo. Justamente, explica, la diferencia entre desplazarse por la calle y correr con la silla la hacen los corredores. “Hay una alegría por el hecho de compartir y de sentirnos parte de algo que nos hace bien. No es lo mismo que ir por la vereda”, resume y trae a colación una escena reciente en una plaza donde entrenaba subir cuestas. Mientras los corredores le gritaban: “¡Vamos, dale!”; unas señoras que iban a pie, al verla en la rampa, le ofrecieron ayuda. “Quizá no llegaron a interpretar la situación de que estaba entrenando. Pero el que es runner se da cuenta. Te reconoce”, dice.
María de los Ángeles Muñoz en plena carrera
—¿De cuántas carreras participaste hasta ahora?
—Estoy llegando a la número 15 este año. En general, los corredores con discapacidad largamos primero para evitar que no nos pasen por arriba. En ese momento ya podés saber si vas o no a podio en tu categoría por la cantidad de corredores que hay. Es decir: si hay tres o menos chicas con silla de ruedas, las tres hacemos podio. Más allá de eso, es emocionante por el esfuerzo y la disciplina de entrenar. Como digo en el libro, ojalá se abra la puerta a muchos más corredores para que el podio sea entre los más rápidos y no entre los únicos.
—¿Cómo te preparás físicamente?
—Al igual que cualquier corredor: con mucha disciplina. Entreno en el Hipódromo de San Isidro. Afuera hay una senda que está en muy buenas condiciones para la silla. Porque esa es otra cuestión: el tema del acceso al deporte. No todos tienen la posibilidad de entrenar cerca de donde viven y sin riesgos. En cuanto a los ejercicios, cumplo la rutina que me arma mi kinesióloga, Adriana, quien me acompaña desde que tengo 22 años. El entrenamiento diario lo hago sola, pero como voy siempre al mismo lugar y más o menos en el mismo horario, se armó como un “clubcito” con todos los running teams y las personas que entrenan de manera independiente como yo.
—¿Alguna vez te lesionaste o accidentaste?
—Para los runners que corremos en silla, los callos en las manos o algún raspón en el antebrazo es lo normal. Así como para los que corren a pie y terminan con los pies ampollados. Son los gajes del oficio. Pero volviendo a tu pregunta, lesiones grandes, así de caerme o de un traumatismo en contexto de carrera o entrenamiento, no. Mis caídas han sido en contextos más pavos y domésticos, como todos los accidentes.
—¿Hay algún momento de la carrera en el que te empezás a cansar?
—Lo llaman “el muro del corredor”. La verdad es que, como yo corro hasta 10K, con esa distancia estoy bien. Capaz lo siento después. Una vez me pasó: corrí, me sentí fantástica y al día siguiente, cuando fui a entrenar, el músculo del brazo me latía.
—Claro, como decís en el libro, “tus brazos son tus piernas”.
—Sí, y mis guantes, mis zapatillas. Si bien los brazos son todo, también tengo que trabajar el abdomen y la espalda, porque son un buen sostén.

—Sos la primera mujer corredora con silla de ruedas que escribió su autobiografía. ¿Por qué la titulaste “Que tu límite sea la finish line”?
—Tiene que ver con la motivación, que es la esencia del corredor. Los runners siempre decimos que la carrera es contra nosotros mismos. Correr es superar la versión propia del día anterior. Esto de no ver límites, sino obstáculos. Entender que el límite lo pone uno y, en todo caso, el límite que uno decide poner como corredor es la finish line, la línea de llegada de la carrera.
—¿Hay alguna carrera que recuerdes especialmente? ¿Una que te haya marcado?
—Sí, Boulogne Corre. Tiene un túnel muy exigente, con una pendiente pronunciada, que hay que pasar dos veces. Las primeras lo hice con ayuda de mi papá, que corría al lado por si pasaba algo. Después de dos ediciones, me animé a hacerlo sola. Le dije: “No, esta vez no”. Fui metro a metro, concentrada, sabiendo que en la bajada tenía que controlar la silla todo el tiempo con codos y manos; y en la subida, inclinar el cuerpo hacia adelante para no irme hacia atrás ni terminar en el piso. Lo hice y lo logré, con buen tiempo además.
—¿Cuál es tu próximo objetivo?
—Tengo ganas de correr alguna de las carreras que se hacen en los parques de Disney. Me parece una experiencia bárbara. También de hacer los 10K en la triple frontera entre Argentina, Brasil, Paraguay. No quiero excederme con distancias más largas porque quisiera seguir corriendo durante muchos años más.
*Este viernes 9 de mayo a las 16 horas María de los Ángeles Muñoz estará firmando ejemplares de su libro en el stand 322 del Pabellón Azul de la Feria del Libro en La Rural.
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Sociedad
Once días atado, racismo y un dedo amputado: el brutal secuestro que reveló un nuevo perfil criminal en la Argentina
Publicado
8 horas atráson
16 octubre, 2025Por
Admin
Ariel Strajman tenía 27 años cuando fue raptado mientras entraba al garaje de su edificio en Villa Urquiza. Su caso marcó un cambio del mapa delictivo: bandas sin prontuario, de jóvenes de barrios acomodados con una crueldad metódica. A más de veinte años, su historia sigue siendo un espejo incómodo de la violencia de aquellos años. El encuentro a solas con él a la distancia
“Si a Maradona le cortaron las piernas en el Mundial de Estados Unidos, a mí me arrancaron el corazón, la mente, todo”, me confió en la única entrevista que dio Ariel Strajman, sentado en el living del departamento de su familia en Villa Urquiza, casi un par de años después de que una banda improvisada pero feroz lo secuestrara y le amputara el dedo meñique de su mano derecha para cobrar el rescate.
Estaba triste, pero firme y con mucha bronca acumulada: “Pedí pena de muerte y al cabecilla le dieron 22 años. ¿Qué diferencia, no? Estas cosas incentivan para irse del país. Después de saber el veredicto quedé arruinado. Me cortaron un dedo y me anunciaron que después venía la mano. Y que me despedazarían lentamente, mientras me llamaban ‘judío de mierda’ y se reían. Después me quemaron el pecho y los labios con encendedores y me colocaban jamón en la boca y me daban alcohol para emborracharme. Estaba atado de pies y manos, me dieron pastillas de Lexotanil para dormir. En el juicio aseguraron que no hicieron nada de eso. Y Adrián Sommaruga se solidarizó con mi familia en el debate oral. Ahí me paré y me fui a la mierda, para no armar un quilombo y terminar preso yo. Sentí que en ese fallo se me fue la vida y el futuro”.

Las frases no fueron en caliente, sino en una charla en la que intentó poner en palabras el hueco que dejó aquel rapto que lo convirtió, sin quererlo, en símbolo de una época de violencia social contenida. Su historia, como la de tantos otros secuestros exprés de comienzos de los 2000, mezcló juventud, impunidad y un nivel de planificación que asombró incluso a los investigadores más experimentados, más allá de los errores garrafales que los delincuentes cometieron.
Ocurrió el 16 de octubre de ese año. Strajman, de 27 años, empresario, hijo de joyero, llegaba a su departamento. Fue interceptado por un grupo armado que lo subió a un auto y lo trasladó hasta una casa cercana ubicada en la calle Holmberg, que luego se comprobó era de la familia Sommaruga, de donde provenían la mayoría de los componentes de la banda. A patadas y empujones le hicieron bajar una escalera resbalando en cada peldaño hasta un sótano donde lo ataron tan fuerte que apenas podía respirar.
Lo encadenaron de pies y manos. Después lo llevaron a otra vivienda en el Complejo La Josefina, en la esquina de Tulipanes y Las Glicinas en la ciudad de Pilar, lugar donde lo mantuvieron encerrado y lograron cobrar un primer rescate, algo así como mil dólares, seiscientos pesos y alhajas. Y como les salió bien intentaron pedir más dinero.

Durante los días siguientes, lo golpearon, lo humillaron y, para demostrarle a su familia que hablaban en serio, le cortaron el dedo meñique de la mano derecha. Esa imagen dentro de una bolsa la recibió su familia exigiendo un rescate de 30 mil dólares, y luego recorrió oficinas policiales, redacciones y despachos judiciales. Era el símbolo de una crueldad que ya no tenía fronteras de clase. “Esto que vas a sufrir no se compara ni con el Holocausto”, lo torturaban.
Las llamadas eran constantes, con tono burlón y precisión militar. Algunos trabajaban como patovicas en boliches de la zona norte, otros estudiaban carreras universitarias. Su presunto líder, Pablo Sommaruga, había sido custodio en locales nocturnos y mantenía contactos con el ambiente del fisicoculturismo. Los investigadores descubrieron que no se trataba de una banda común: no había delincuentes históricos, sino una mezcla de soberbia y amateurismo que, en conjunto, resultó devastadora.
El secuestro duró once días. Ariel fue liberado tras el pago de un rescate parcial y un operativo encubierto de la Policía Federal. Llegó al hospital deshidratado, con el cuerpo lleno de hematomas y la mano. “No sé cómo voy a volver a dormir”, reflexionó mirando al piso. Los médicos le explicaron que el dedo no se podía reimplantar, tampoco la vida anterior.
La investigación fue un rompecabezas. Los secuestradores habían dejado rastros en los teléfonos, en las cabinas y hasta en los billetes del rescate. Cayeron uno a uno. Cuando se conocieron sus identidades, la sorpresa fue general: jóvenes de entre 25 y 35 años, sin antecedentes, con buen aspecto y vínculos sociales. Los medios los bautizaron como “La banda de los patovicas”, aunque en el expediente figuran como una “asociación ilícita dedicada al secuestro extorsivo”.
Venían cometiendo delitos en la zona aledaña de Saavedra y Villa Urquiza. Pero la sensación de impunidad con que se movían los llevó a cometer errores, algunos garrafales, como utilizar el mismo teléfono para hacer las llamadas para pedir las sumas de los rescates, por lo que rápidamente se identificó el número de un celular, a través del cual se obtuvieron los datos del titular de la línea.

De esa forma sencilla la policía llegó a la casa de la calle Holmberg donde al principio tuvieron a Strajman. Atendió María Esther Gottig, esposa de Alberto Juan Sommaruga, propietarios de la vivienda y reconoció que el teléfono le pertenecía. Pero la embarró más aún cuando intentó aclarar y mencionó que su hijo lo utilizaba para “trabajar”. Terminó detenida junto a su marido y sus hijos, Adrián y Pablo, y el resto de los sospechosos, uno de ellos llamado Diego Sibio –hijo solo de Gottig- y otros que no pertenecían a la familia.
La policía ordenó cuidadosos allanamientos. Uno fue clave para llegar a la vivienda de Pilar y poder liberar a Ariel Strajman. En otros pudieron secuestrar dos pistolas calibre nueve milímetros, otra 11.25, un revólver Magnum 357, un 32 con numeración adulterada y una ametralladora Mini Uzi automática de fabricación israelí.
Todos fueron imputados desde el comienzo por los delitos de “secuestro extorsivo, asociación ilícita, tormentos, con el agravante de odio racial, lesiones gravísimas, uso de documento de identidad falsificado y tenencia ilegal de armas de guerra”. María Esther Gottig fue alojada en la cárcel de mujeres de Ezeiza y los hombres en el penal de Villa Devoto. Dos años más tarde, la última semana de setiembre de 2004, el Tribunal Oral Federal Nº 1 que por entonces estaba integrado por Mario Gustavo Costa, Martín Federico y Jorge Gettas dictó sentencia: 22 años de prisión para Adrián Sommaruga; 16 para su hermano Pablo; 14 para Osvaldo Keroa; seis para María Esther Gottig; cinco para Alberto Sommaruga y Diego Sibio; y tres para Nicolás Barlaro.
Durante el juicio, el contraste entre la víctima y los acusados fue brutal. Ariel, de traje oscuro y voz temblorosa, describía las noches sin luz, los insultos, el dolor. Del otro lado, los imputados se mostraban serenos, casi altivos. En sus declaraciones, ninguno mostró arrepentimiento real.
La justicia los calificó como una organización “que actuó con extrema frialdad y desprecio por la vida humana”. El caso fue emblemático porque marcó un cambio en el mapa criminal argentino. Ya no eran bandas marginales las que secuestraban, sino grupos con educación, contactos y ambición económica. Los investigadores compararon su estructura y su método con aquellos secuestros familiares de los ochenta que habían conmocionado a la sociedad, aunque esta vez sin la solemnidad de un clan ni la mística de un apellido como el de los Puccio, por ejemplo. Era el reflejo de un tiempo en el que todo parecía posible, incluso lo impensado.
Para Ariel las noches seguían siendo un campo minado. En 2020, el apellido Sommaruga volvió a escena: Pablo, con la condena ya cumplida por el secuestro de Strajman, vivió un acto de agresión mientras gozaba de salidas transitorias de la Unidad 14 de Esquel en una causa por portación de armas. Sucedió en las inmediaciones del barrio Vepam cuando vecinos lo increparon y lo golpearon.
En ámbitos judiciales los fiscales aún recuerdan la causa como una de las más complejas de la década. No por su extensión, sino por su impacto emocional. “Ariel fue un testigo de excepción —dijo uno de ellos años después—. No solo narró su cautiverio, también nos obligó a mirar de frente una forma nueva de criminalidad”. El secuestro de Strajman se convirtió en un espejo difícil de mirar donde podía verse el sadismo más cruel.
Él mismo aceptó que no busca revancha, sino olvido. “No odio, pero no quiero ni recordarles la cara”. Y aunque los nombres de sus captores ya forman parte de un archivo judicial, el trauma persiste en él como una sombra imposible de soslayar.
Sociedad
Indignación y repudio por el disfraz de un alumno en Bariloche: se vistió de “mujer violada” en su viaje de egresados
Publicado
10 horas atráson
16 octubre, 2025Por
Admin
El grupo de jóvenes de Bell Ville difundió el video a través de la cuenta de Instagram de la promoción. Allí, uno de ellos aparece con un vestido estampado roto y el cuerpo pintado con manchas rojas
Un grupo de estudiantes del Instituto Provincial de Educación Técnica (IPET) N.º 267 de la localidad de Bell Ville, en la provincia de Córdoba, protagonizó un repudiable hecho durante su viaje de egresados, cuando uno de ellos fue grabado usando un disfraz en el que simulaba ser una víctima de abuso sexual. El video, difundido inicialmente en la cuenta de Instagram de la promoción, se viralizó y provocó un fuerte rechazo social por trivializar el tema.
Según informó el medio local El Doce, la rápida difusión del video motivó pedidos de sanción y un fuerte repudio por parte de la comunidad educativa y de la sociedad en general.
En el mensaje, los alumnos reconocieron: “Somos conscientes de la gravedad de lo sucedido. Queremos aclarar que este hecho está desligado de nuestra institución, acompañantes y no representa los valores enseñados. Somos adolescentes y entendemos que es un tema delicado y que no debemos fomentarlo. Pedimos disculpas”.

En sus palabras, los estudiantes afirmaron: “Queremos expresar nuestro más absoluto repudio por las recientes publicaciones. Nos sentimos totalmente conmocionados por la violencia de las imágenes y consideramos que el comunicado posterior resulta insuficiente para justificar lo sucedido”.
El texto de este segundo comunicado profundizó en la reflexión sobre el contexto social y la responsabilidad individual, al señalar: “La mayor parte de nosotros somos mayores de edad. Esto forma parte de una manera de mirar el mundo, de naturalizar las violencias contra nuestros cuerpos, de creer que algunos pocos tienen la licencia de reírse de cualquier cosa. Nos sentimos abrumados, tristes”.
Por último, solicitaron la intervención de las autoridades escolares para que se tomen medidas concretas. “Pedimos que se revisen y sancionen a los responsables, nos despegamos de ellos y abrazamos a nuestra escuela y docentes que nos están conteniendo en tan tremenda situación”, concluyeron.
Esta no es la primera vez en el año que un grupo de alumnos de una escuela que estaba en medio de su viaje de egresados en Bariloche queda envuelto en un hecho polémico. A finales de septiembre, unos estudiantes de una escuela de Canning fueron filmados mientras realizaban cánticos antisemitas.
“Hoy quemamos judíos”, era la frase que se repetía en el micro y que se puede escuchar en el video que se viralizó en las últimas horas. En las imágenes difundidas, se puede ver cómo un hombre, que sería el encargado del grupo, se sumó a los cánticos que generaron rechazo en las redes sociales.
De acuerdo con lo que se conoció hasta el momento, las imágenes datan del pasado 10 de septiembre, cuando en Bariloche estaban los alumnos de la Escuela Humanos de Canning.
En ese marco, la propia institución educativa sacó un comunicado haciendo alusión a lo ocurrido. Allí señalaron que “la Escuela Humanos repudia enérgicamente el accionar de un grupo de alumnos durante su viaje de egresados”.
“De igual manera, repudiamos la actitud de la empresa organizadora y del coordinador a cargo, aclarando que nuestra institución no tiene vínculo alguno con sus prácticas ni mensajes”, continúa el escrito.
Y cierra: “Los cánticos difundidos no representan en absoluto los valores de nuestra escuela, basada en el respeto, la inclusión y la convivencia democrática. Se adoptarán las medidas correspondientes y reafirmamos nuestro compromiso de seguir construyendo una comunidad más humana e inclusiva”.
En sus redes sociales, la escuela destaca que desde 2019 lleva el título de Embajadores Mundiales de la Paz. Esta distinción fue entregada por la agrupación Mil Milenios de Paz en un acto que se realizó en el Senado de la Nación.
Sociedad
Aerolíneas Argentinas retiró preventivamente ocho aviones tras la falla en el vuelo con destino a Córdoba
Publicado
10 horas atráson
16 octubre, 2025Por
Admin
La compañía investiga, junto al fabricante CFM y a otras aerolíneas de la región, el origen del desperfecto en uno de los motores del Boeing 737-800 que debió aterrizar en Ezeiza de emergencia
Aerolíneas Argentinas anunció este jueves la suspensión preventiva de las operaciones de ocho aeronaves Boeing 737-800 equipadas con motores fabricados por CFM, tras la falla registrada en el vuelo AR1526 que partió ayer desde Aeroparque con destino a Córdoba. “El foco de la medida está puesto en los propulsores, y no en otro elemento de las aeronaves”, informaron.
Como informó este medio, el vuelo AR1526 presentó una falla técnica en uno de sus motores poco después de iniciar el despegue. La tripulación siguió los procedimientos de seguridad y dirigió la aeronave al Aeropuerto Internacional de Ezeiza, donde aterrizó sin inconvenientes. “Los pasajeros desembarcaron con total normalidad”, señaló la línea aérea.

La compañía informó que el mantenimiento de todos sus motores “tiene un cumplimiento absoluto en términos de las verificaciones indicadas por los fabricantes”. Sin embargo, reconoció que “este es el cuarto suceso registrado en el último año con un mismo tipo de motor”.
También pidió la evaluación de otras aerolíneas de la región que operan con la misma motorización y “tuvieron sucesos similares”. Además, notificó a las autoridades regulatorias locales, con las que trabaja “para fijar un criterio de resolución”.
“Esta suspensión preventiva es consecuencia de la aplicación de criterios de altísima exigencia”, subrayó la empresa. “El foco de la medida está puesto en los propulsores, y no en otro elemento de las aeronaves”, aclaró el texto oficial.
El incidente del miércoles afectó a más de 160 pasajeros del vuelo AR1526 de Aerolíneas Argentinas, que habían despegado ayer por la mañana del Aeroparque Jorge Newbery, en CABA, con destino a la ciudad de Córdoba. Allí, un motor del avión sufrió una falla y debió modificar su ruta inicial hacia el Aeropuerto Internacional Ministro Pistarini, en Ezeiza, donde aterrizó sin inconvenientes.

Como consecuencia del hecho, la terminal aérea metropolitana permaneció cerrada durante algunas horas, hasta que, pasadas las 11.30, reabrió sus puertas y reanudó sus actividades habituales. No obstante, algunos vuelos programados para esta jornada registraron demoras y reprogramaciones menores.
Fuentes de la aerolínea señalaron que “el motor estaba en condiciones normales y correctamente mantenido”. Tras la inspección de pista, el fabricante fue informado sobre la incidencia con el objetivo de determinar el origen de la falla.
El Boeing 737-800 fue liberado luego de que los operarios completaron las tareas de revisión y limpieza en la pista. La empresa precisó que la medida preventiva no implica la cancelación de rutas, pero sí “una reorganización temporal de la programación de vuelos mientras duren las verificaciones técnicas”.
Aerolíneas indicó que continúa en contacto con el equipo técnico del fabricante CFM y con las autoridades aeronáuticas locales e internacionales “para definir los pasos a seguir antes de reincorporar las aeronaves al servicio”.


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