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La vida de Jorge Lanata contada por él mismo: “Yo no quise ser periodista para ver el mundo, sino para entrar en él”
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Jorge Lanata se enteró de que había sido adoptado cuando tenía 55 años y sus padres ya habían muerto. Era un periodista consagrado cuando las certezas que tenía se convirtieron en dudas. Sus confesiones, sus visiones, su infancia, sus consejos periodísticos, sus intimidades y su trayectoria profesional. ¿Quién era Jorge Lanata para Jorge Lanata?
Jorge Lanata decía que era periodista porque tenía preguntas. Decía que no había sido un funcionario político, un servidor religioso ni una personalidad crítica porque carecía de respuestas. Se posicionaba en la antítesis del periodismo militante, de aquellos que disponen de reparos y justificaciones prestos a ser aplicados. Explicaba que en su repertorio periodístico solo tenía preguntas por hacer. Decía que era periodista porque había cosas que no sabía. “Preguntar es un modo de desobedecer, de cuestionar. Al objeto o al sujeto que está ahí se le pregunta: ¿sos lo que decís?, ¿sos lo que mostrás?, ¿qué sos? Preguntar es cuestionar y cuestionar es conocer”, firmó en el libro 56 -publicado en junio de 2017-, que escribió para homenajear sus cuarenta años dedicados al periodismo y para revelar pliegos de sus intimidades.
El 30 de marzo de 2012 la por entonces presidenta Cristina Kirchner celebró el 25 aniversario de Página/12 en el edificio del Espacio Memoria y Derechos Humanos ex ESMA con un discurso que duró 37 minutos y donde omitió el nombre de su fundador, Jorge Lanata. Del recuerdo de esa omisión, desprendió una seguridad: “Durante veinte años trataron de borrar mi nombre de Página/12, con la estalinista y oportuna ayuda del Estado: creo que no pudieron. Escuché, sobre mí mismo, las historias más increíbles; algunas me dieron rabia, otras, tristeza. Dijeron que nunca fui periodista, que es lo único que fui”, graficó. Para Lanata, Lanata solo fue un periodista.

Ella no trabajaba. Al menos él careció de recuerdos de ella trabajando. Tampoco la recordaba caminando o hablando. O, directamente, sana. Su padre terminó el secundario en un colegio nocturno mientras trabajaba de mecánico dental. Rindió libre la carrera de odontología: se recibió de dentista de adulto, cuando su hijo ya no vivía con él. Jorge se había ido de su casa para vivir con su tía Nélida y su abuela Doña Carmen en un hogar emplazado en General Chenault 117, lugar donde se crió. Fue su segunda adopción, un suceso que descubrió de grande. Resabios que mamó de su abuela, una mujer que no sabía leer ni escribir pero había aprendido a disimularlo. “Cuando yo pasaba un límite decía: ‘Dejalo, es chico, cuando sea grande va a entender’. Cuando somos grandes, entendemos”, narró.
“No sé si creo en el destino, a veces creo que soy un ángel y otras compruebo que soy un idiota -suscribió-. Pero si buscara un argumento para creer en el destino, me sobra este: a mis cuatro años mi madre tuvo un tumor cerebral que dejó paralizada la mitad derecha de su cuerpo, no podía formar palabras, aunque las comprendía, y vivió así toda mi vida. Pero no era mi madre, aunque fue mi destino”. Su madre biológica había sido otra. Una que nunca conoció.
Con el tiempo concibió una duda existencial sobre esa mujer que visitaba algunos días de la semana, con la que almorzaba o cenaba en silencio, que vivía postrada o en silla de ruedas y que había absorbido el tiempo de su figura paterna. Jorge tenía preguntas que nunca preguntó: “Pensé muchas veces: ¿por qué no se quiere morir? ¿por qué quiere vivir así? No se quería morir. Ella vivió con mi papá hasta que mi papá murió y luego vivió conmigo y con mi tía, su hermana”, relató.

María Angélica murió en 2004. Ernesto había muerto mucho tiempo antes. Jorge odió a su papá: “Era un tipo cabrón, estaba mal de la cabeza”. Los conflictos eran frecuentes y álgidos: una tensión que los mantuvo en la cornisa de los golpes de puño. Dejó de discutir con él cuando ya no lo tenía. Aprendió a quererlo en el recuerdo. El tiempo contribuyó a la sanación de ese vínculo. Había dedicado su vida a ser más esposo que padre. Vivió con ella y sin su hijo el resto de su vida. Él no cuestionó nunca esa decisión: “Con la enfermedad de mi mamá, mi casa era una casa triste. Yo siempre respeté de mi papá que se quedara cuarenta años y que cuidara a mi vieja, que no la abandonara en un asilo”, dijo. Recordaba siempre una anécdota insignia: la vez -la única- que fueron a comer afuera. Fueron una noche a una pizzería en Sarandí, a una cuadra de la cancha de Arsenal. No hablaron mucho durante esa cena, ni durante esas vidas. Asumió haber vivido la época en la que los hijos no se hablaban con los padres.
Aceptó que su papá había hecho lo que pudo con él. Lo fue comprendiendo cada tarde en cada ausencia, hasta que el tiempo de vidas simultáneas se le terminó una noche en un hospital del Parque Centenario. “Yo no sé en qué museo se exhiben los padres normales. Mi familia no fue para nada normal, pero creo que en toda familia el amor y el odio están a flor de piel. Y entendemos a nuestros padres cuando ya se fueron. Es una lástima, y es injusto. Pero también es cierto que nunca nadie se va del todo: el doctor Lanata se murió hace más de treinta años y yo pienso en él casi todos los días. Películas de Gardel y olor a madreselvas. Feliz día, viejo”, celebró en una de sus editoriales por tevé.
La pizzería fue su única vez solos y juntos. No fueron al cine ni a ningún otro lado. Los cumpleaños no se festejaban. Las celebraciones debían esperar a que María Angélica se recuperara. No había espacio para la felicidad. Pero papá Ernesto estuvo disponible para aceptar la solicitud de un Jorge adolescente. Cuando su hijo tenía catorce años, se acercó a las oficinas de Alberto Suárez Castro, gerente de Radio Nacional, para firmar el contrato laboral de Jorge. “No recuerdo muchos detalles del asunto pero sí un detalle típico de la Argentina: la radio dependía de la Secretaría de Comunicaciones y no había vacantes en la planta; me contrataron como ‘violinista de la Orquesta Juvenil’, en la que había lugar, afectado al informativo”, describió.
Era un pibe ávido, intrépido, sediento. Su interés por los hechos noticiosos y las palabras escritas tienen cimientos en su primera infancia, en sus miserias afectivas y económicas. Escribió: “Cambiaba caños por libros usados para hablar de la pobreza sino para que se entienda cómo, desde ahí, se puede ver el mundo. Me formé con los restos de un naufragio: revistas viejas, libros insólitos, diarios de viaje, seguí la lógica de bibliotecas ajenas”.
En un comedor pequeño y oscuro de su segunda casa halló entre el polvo y el olvido tomos de la Enciclopedia Espasa-Calpe. Invirtió ahí toda su curiosidad y voracidad lectora. Uno de los tomos tenía la letra T. Se interesó particularmente por Tutankamón. Sus padres -el vacío de un reparo paterno- ocupaban sus pensamientos. “Una vez, no puedo saber la edad, dibujé en una hoja de cuaderno sobre la mesa del comedor dos tumbas. Una ruta que terminaba en dos tumbas. Mis padres, escribí, y rompí el papel. Ahora me pregunto si eran ellos, o los que no conocí nunca”, confesó.
La primera biblioteca que visitó en su vida pertenecía a su tío Dionisio: la había heredado de un escritor colombiano que pasó su exilio en Buenos Aires, José Antonio Osorio Lizarazo. Mientras su rutina daba vueltas en círculo entre Avellaneda y Sarandí, visitaba el mundo durante esas horas de lectura. No era su única vía de escape. En el fondo de la casa de su abuela, piezas desvencijadas que una década atrás habían albergado a inquilinos pasajeros se convirtieron en un museo de desperdicios: repuestos automotores, chatarras, ruinas, dos limoneros, un gallinero, infinidades de papeles para leer. Libros, diarios y revistas a merced. Vendía cañerías, pedazos de plomo, metales, botellas, placas de bronce cerca del arroyo Sarandí para comprar más libros en diagonal a la esquina de la fábrica de Duperial.
Ignoraba que estaba madurando su vocación. Su primera nota fue una tarea de colegio. Tenía diez años. “Tienen que traer para mañana una biografía breve de Conrado Nalé Roxlo”, indicó el docente a cargo. El personaje en cuestión era -describió Lanata- “un simpático poeta menor, de esos que en la escuela nos enseñaron a odiar bajo la obligación de ser leídos”. La bibliografía era escasa y ajena. No había forma de encontrar nada sobre este no solo poeta, sino también escritor, periodista, guionista, libretista, dramaturgo y humorista. No se resignó. Lo buscó en el lugar donde no podía ausentarse: la guía de teléfono.
-¿El señor Conrado Nalé Roxlo?
-Sí…
-Me llamo Jorge Ernesto Lanata y soy alumno del colegio San Martín de Avellaneda. La maestra nos pidió que averiguáramos algo sobre su vida y no lo encuentro en ningún lado, ¿usted me podría contar su vida?
-Sí, sí… cómo no. Puede poner que escribí el Martín Fierro… No, no, eso no lo pongas…

Colmena fue la primera revista en la que vio su nombre impreso. Era una tirada estudiantil y mensual. Tenía doce o trece años. Precisó que entrevistó a René Favaloro y al embajador de Ecuador en el Instituto Antártico, que cubrió un rodaje de la película Rolando Rivas, taxista, y que indagó en la experiencia de un miembro de Alcohólicos Anónimos. “Aprendí rápido que nadie es dueño de lo que se publica: de algún modo, mis notas de Colmena llegaron a un periódico local: La Ciudad, de Avellaneda. Y empezaron a publicarlas”, contó. Por entonces, incorporó un talento inútil: leía los textos al revés casi de corrido. Solo le sacó provecho de esa singular destreza quien escribió un perfil en la Universidad del Salvador. Jorge Lanata no fue al título sino “el hombre que leía al revés”.
Empezó en Radio Nacional a escribir boletines informativos. Aprendió a escribir con dos dedos y sin mirar en una Olivetti Lexicon 80. Cuando no trabajaba, seguía escribiendo: escupía poemas, pensaba novelas inconclusas, inventaba radioteatros que nunca se publicaron, componía canciones, colaboraba en las revistas Siete Días y Antena. Produjo también un programa de folclore que lo expulsó del periodismo en los años oscuros. “El programa se llamaba Los caminos del folklore y era conducido por uno de Los Arroyeños, Chany Inchausti”, apuntó en el libro 56. Era 1976, año brutal para la historia argentina. El diálogo se cita textual.
-Lanata, hay un problema -me detuvo en un pasillo del tercero el gerente artístico de la radio.
-Sí.
-Usted pautó para el programa de esta semana un tema de Mercedes Sosa.
-Sí.
-Dice la palabra “pobre”.
-¿Perdón?
–Dice la palabra “pobre”. Hay que levantarlo.
No pudo dimensionar el grado de estupidez de la censura. Durante la dictadura anestesió su pulsión periodística. Fue mozo de un bar hasta que la democracia volvió en forma de elecciones y él en forma de cronista. Hilvanó Radio Belgrano, productor de un programa de Eduardo Aliverti, jefe de redacción de la revista El Porteño e integrante de una cooperativa de periodistas independientes en tiempos de recomposición democrática hasta que el 26 de mayo de 1987 salió su primer hijo: Página/12. “Estaba en el tope de la carrera gráfica: no había heredado el diario de ninguna familia patricia y tenía que darle órdenes a una redacción que, en promedio, era mayor de edad que yo. Pero soy periodista y traté de seguir escribiendo en el diario como una especie de redactor especial”, remarcó.

Definió que “la mejor manera de armar un diario es no haberlo hecho antes; no sólo todo es nuevo sino que puede volver a ser definido: ingenuo y original a veces van de la mano”. Tenía veintiséis años, “esa edad en la que uno cree que sabe y se anima a patear las puertas”. Había nacido como un diario de contrainformación que rompía con los cánones periodísticos establecidos: apeló a un lenguaje menos formal, más creativo. “La idea era revalorizar un periodismo más ‘literario’, más cuidado, en la convicción de que una nota debe estar bien escrita para que se entienda”, expresó.
En Hora 25 -programa de radio que se emitió en Rock & Pop de lunes a viernes en la última hora del día entre 1990 y 1993- se recibió de audaz entrevistador. Decía que nunca hay que escribir las preguntas antes de hacer una entrevista: “La mayoría de las veces los periodistas toman las entrevistas como la ratificación de opiniones propias; no les preocupa conocer al entrevistado sino tener razón sobre lo que piensan de él. El entrevistado, así visto, es una especie de tesis a demostrar, en la que no tiene ninguna posibilidad de salirse de la escena que fijó el periodista. Un diálogo es dinámico y sorprendente; si se escriben las preguntas es porque se imaginan las respuestas, ergo, no hay sorpresa alguna”.
“El reportaje -sostuvo- es un juego de seducción en el que debo propiciar que el entrevistado se equivoque: que cuente lo que no pensaba decir. Escribir de antemano las preguntas es, también, un modo de no escuchar las respuestas. Las palabras tienen música, componen una melodía. Los géneros literarios existen en las tiendas literarias”.
El éxito televisivo lo conoció en Día D. Renunció a Página/12 y volvió a la gráfica en el nuevo siglo con la revista Veintiuno, que al año siguiente se llamó Veintidós, que al año siguiente se llamó Veintitrés y así quedó hasta su pronta extinción. Data 54 fue una experiencia digital fugaz. Fundó Crítica con un magro presagio: lo presentaba como el “último diario de papel”. Su circulación duró dos años. Su estrella resurgió en la televisión. En 2012 desembarcó en el Grupo Clarín con la columna en la página 2 del diario, el programa Periodismo Para Todos en Canal 13 y Lanata sin Filtro en Radio Mitre. Su audiencia era masiva y su atril de premios, nutrido. Había pasado ya los cincuenta años. Estaba en el olimpo del periodismo argentino.

Decía que la mejor definición para la cabeza de una nota la escuchó por ahí: “Es lo primero que le contarías a un amigo al llegar de viaje”. Decía que para saber si una nota es buena “debemos preguntarnos qué recordamos de ella”. Decía con énfasis que no hay malas notas sino malos periodistas: “Shakespeare duerme en todos, debemos tener la sensibilidad de descubrirlo. El portero del edificio de casa oculta a Shakespeare: amó, huyó, soñó, desesperó. Se conoce desde el cerebro, se cuenta desde el estómago o el corazón”.
Tenía reparos en el avance de la tecnología. Su intuición lo llevó siempre a desafiar nuevos formatos: él se consideraba un profesional pero prefería jugar a divertirse. Sostenía que había reglas básicas del periodismo que soportarían el paso del tiempo: “Buscar la verdad que conmueva, inspire y permita agregar puntos de vista”. Usaba una metáfora para resguardar el principio primordial de las cosas: “Los niños juegan cada día con juguetes más sofisticados, pero una rama sigue siendo una espada”.
Aunque fundó dos diarios, aborrecía la burocracia institucional: odiaba las relaciones públicas y le daban fobia las reuniones de más de cuatro personas. Creía, paradójicamente, que los diarios no eran necesarios. Jorge Luis Borges, citó Lanata, decía que el periodismo estaba destinado a la desaparición: “Bastaría, en lugar de diarios, con un periódico bimensual, ya que todos los días no se producen hechos sensacionales. En la época grecolatina se leían libros y no se perdía el tiempo en tonterías”. En su libro casi autobiográfico, rescata un diálogo entre Borges y Ernesto Sábato, que también estaban de acuerdo con él -o él estaba de acuerdo con ellos-.
Borges: -Nadie piensa que deba recordarse lo que está escrito en un diario. Un diario, digo, se escribe para el olvido, deliberadamente para el olvido.
Sabato: -Sería mejor publicar un periódico cada año, o cada siglo. O cuando sucede algo verdaderamente importante: “El señor Cristóbal Colón acaba de descubrir América”. Título a ocho columnas.
Borges (sonriendo): -Sí… creo que sí.
Sabato: -¿Cómo puede haber hechos trascendentes cada día?
Borges: -Además, no se sabe de antemano cuáles son. La crucifixión de Cristo fue importante después, no cuando ocurrió. Por eso yo jamás he leído un diario, siguiendo el consejo de Emerson.
Engendró la idea durante años. Registró la marca “cada tanto” por si alguna vez conseguía darle forma y funcionalidad a esa visión de publicar un diario no diario. “El consumo diario de información es parte de una ficción del mercado que necesita la venta diaria de publicidad. ‘Cinco muertos en una ruta de Mendoza’ no le cambiará la vida a nadie sino a los cinco desdichados que ya no podrán leerlo”, reflexionó. Lo pensaba como un gesto de autenticidad con el lector: “Un diario ‘cada tanto’ sería uno que blanquee su pacto de lectura con el público: voy a contarte algo cuando sea verdaderamente importante hacerlo. Así, ese diario podría salir una vez al año o treinta, o una vez cada quinquenio”. Nunca lo hizo. Comprendió con pena que era un producto insostenible en términos financieros.
Alguna vez se preguntó cuál época había sido su época. No se sentía parte del nuevo periodismo y tenía resistencias para adaptarse a la era digital. Alcanzó la conclusión de que su época había sido la de la reconstrucción de la democracia. “Decíamos en Página que lo que nos diferenciaba de los demás diarios era que dejaríamos de salir después de un golpe”, sostuvo.
Guardaba respuestas para aquellos que lo acusaban de haber alterado sus inclinaciones políticas, su ideología, su cosmovisión. Apelaba a un relato de Bertolt Brecht, Historia del señor Keuner. El protagonista se cruza con un amigo que no ve hace treinta años y le dice “estás igual”. El hombre, deprimido, le rezonga: “¿Igual que hace treinta años? Una desgracia”. “Debo confesar que he cambiado -advirtió-. Sería horrible tener el rostro pálido del amigo del señor. La coherencia es, para parte de los argentinos, un valor estático a mantener. Que alguien no cambie, no aprenda, no se equivoque, no reformule, durante décadas, es una virtud”. Y recurría a una frase de Borges, otra vez. “El decurso del tiempo cambia los libros”, decía el escritor. “Imagínense, entonces, lo que hará el tiempo con las personas”, dijo el periodista.
Confesó haber consumido ocho gramos de cocaína por día durante diez años durante la década del noventa. En el segundo tratamiento de desintoxicación lo dejó. Pero con el cigarrillo nunca pudo. Decía ser “tímido e inseguro” y que aunque aprendió a sobreponerse, el retraimiento lo acompañó siempre. Decía que durante muchos años cada vez que veía una ventana con una luz encendida imaginaba que esa podía haber sido su casa. Escribió que nunca tuvo una habitación y que detestaba la alegría con horarios, la felicidad fingida e instantánea de los cumpleaños. Él que nunca tuvo uno. “Yo no quise ser periodista para ver el mundo sino para entrar en él”, dijo.

Hubo una pregunta que no quiso hacer nunca. Liliana, su prima, le contó que había escuchado de voz de su papá Emilio algo referido a una adopción. Hizo periodismo y fue a las fuentes: la única viva, su tía. Carmen Billy Lanata -le pusieron Billy por Billy the Kid y le decían la Negra- le develó la verdad: “Mamá había tenido un parto fallido de mellizos y, por amigos de Mar del Plata, tomaron contacto con una partera: mi madre era una chica rica del interior de la provincia, madre soltera. La Negra no recordaba el apellido, cree que mi fecha de nacimiento era la verdadera, mamá venía fingiendo un embarazo y pasó una temporada en Mar del Plata hasta que volvió conmigo. Me hizo jurar que nunca iba a contarlo. Y después me dijo que todos lo sabían”.
Él sospechaba que las manos de pianista de Bárbara, su hija mayor, no eran parecidas a las manos con las que se comunicaba su mamá Angélica. Había trabajado con la verdad durante cuarenta años y había vivido cincuenta y cinco años sumergido en una mentira. Muchas de sus respuestas se convirtieron en preguntas: “En mis últimas décadas de periodismo hemos tirado ministros, hemos llevado decenas de casos a la justicia, hemos investigado como muy pocos lo hicieron. Sin embargo, no sé sinceramente si en mi caso vale la pena buscar: la mayoría deben estar muertos. Tal vez, finalmente, sea yo quien viene de ningún lugar, o, para decirlo de otro modo, sea el camino que fui”.
“Soy adoptado, acabo de enterarme, desde entonces en mi cabeza no hay verdad para otra cosa. Evitar este dato echaría sombra sobre todos los demás. Esto soy ahora, nacido nuevo de preguntas”, escribió en las primeras líneas del libro que publicó a sus 56 años. Ocho años después, Jorge Lanata murió sin haber preguntado jamás quiénes fueron sus padres biológicos.
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Sociedad
Qué son los exosomas y por qué podrían ser claves en la lucha contra el Alzheimer
Publicado
7 horas atráson
2 diciembre, 2025Por
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Un reciente avance científico señala que la función de estas diminutas estructuras celulares resulta decisiva para el intercambio de señales entre neuronas y ofrece nuevas perspectivas para comprender y abordar enfermedades neurodegenerativas hereditarias
Un equipo de la Universidad de Aarhus realizó un hallazgo importante para entender el Alzheimer familiar, una forma hereditaria de esta enfermedad que afecta la memoria y capacidades cognitivas.
El papel de SORL1 y los mensajes celulares
El estudio, dirigido por Kristian Juul-Madsen y Thomas E. Willnow, en colaboración con el Max-Delbrueck-Center for Molecular Medicine de Alemania, se centró en la variante N1358S del gen SORL1. Esta mutación se encontró en casos de Alzheimer de inicio temprano.

El gen SORL1 es responsable de fabricar una proteína llamada SORLA, que tiene la tarea de organizar el transporte de sustancias dentro de las células cerebrales. Hasta ahora se sabía que SORLA ayudaba a evitar la formación de depósitos dañinos relacionados con el Alzheimer, pero los científicos quisieron saber si su función iba más allá de este proceso.
Uno de los grandes descubrimientos es que, aunque la mutación N1358S no cambia la interacción de SORLA con la sustancia relacionada con la formación de placas en el Alzheimer, sí altera el grupo de proteínas con las que suele trabajar.

El análisis detallado reveló que los cambios afectan principalmente a la producción y liberación de exosomas. Estas son pequeñas vesículas que las células utilizan para enviarse mensajes e instrucciones entre sí.
Cuando los científicos compararon células con y sin la mutación, vieron una clara disminución en la cantidad de exosomas liberados por células que tenían la variante N1358S o que carecían del gen SORLA.
Además, los exosomas de estas células eran algo más pequeños y presentaban una consecuencia aún más importante: perdían su capacidad para ayudar en el crecimiento y desarrollo de otras neuronas. En las pruebas, exosomas normales aplicados a neuronas jóvenes estimulaban su maduración, mientras que los provenientes de células con la mutación ya no ofrecían ese beneficio.

El contenido de los exosomas también se vio afectado. Los exosomas de las células modificadas llevaban menos microARNes que apoyan el desarrollo neuronal, y más microARNes con efectos opuestos. Este desequilibrio se asoció con la incapacidad de los exosomas alterados para apoyar la maduración de otras neuronas.
Nuevas pistas para el entendimiento y tratamiento
El descubrimiento llevó a los autores a concluir que SORLA regula la cantidad y la calidad de los exosomas que las células liberan, y que cuando esto falla, la comunicación entre las células se ve interrumpida. Este defecto en el envío de mensajes entre las células cerebrales, y no solo la acumulación de sustancias dañinas, podría estar en el origen del Alzheimer familiar.
La investigación también observó que el papel de SORLA en la fabricación de exosomas existe tanto en neuronas como en microglía, lo que sugiere que su función es amplia dentro del cerebro.
Los investigadores concluyen afirmando que este avance ofrece la posibilidad de desarrollar nuevas estrategias para diagnosticar y tratar la enfermedad, dirigidas a restaurar la comunicación entre las células cerebrales y mejorar la calidad de vida de los pacientes con Alzheimer familiar.
Sociedad
Así luce Britney Spears hoy, a los 44 años
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7 horas atráson
2 diciembre, 2025Por
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La artista transita una etapa de cambios profundos, con reconciliaciones familiares, vida más reservada en México y nuevos desafíos en torno a su bienestar y privacidad
El 2 de diciembre, Britney Spears celebra su cumpleaños número 44 en medio de una etapa marcada por la transformación y la búsqueda de equilibrio personal. La referente indiscutida del pop desde finales de los 90 festeja un nuevo año de vida tras superar retos personales y familiares, y al iniciar su residencia en México, donde procura mayor tranquilidad y privacidad.
Desde el final de su tutela en 2021, retomó el contacto con sus hijos, Sean Preston y Jayden James, intentando fortalecer los lazos con su familia. Su reciente aparición junto a Kim y Khloé Kardashian en Hidden Hills, California, evidenció su nuevo impulso social y su apertura a vínculos públicos.

En 2025, protagonizó un episodio mediático durante un vuelo privado al encender un cigarrillo y consumir alcohol, lo que provocó una amonestación de las autoridades a su llegada a Los Ángeles. A pesar de estos contratiempos, la cantante asegura estar enfocada en su recuperación y aprendizaje, priorizando su privacidad y salud mental. La búsqueda de autonomía y protección familiar es uno de los pilares en este nuevo capítulo.
Cómo fue la carrera de Britney Spears
Su imagen evolucionó paralelamente a los cambios en la industria y desafíos personales. Spears enfrentó la presión extrema de los medios, factores que propiciaron la tutela legal en 2008. Sin embargo, continuó lanzando música y colaborando con grandes figuras, manteniendo su popularidad y relevancia.

En Las Vegas marcó un precedente al inaugurar una residencia exitosa que inspiró a otros artistas. Talento escénico y espíritu de reinvención permitieron que su figura permaneciera activa durante más de dos décadas en el panorama musical internacional.
Qué le pasó a Britney Spears
En 2008, Britney Spears fue sometida a una tutela que la privó del control sobre sus finanzas y muchas decisiones personales, con el argumento de proteger su salud mental y seguridad. Jamie Spears, su padre, fue nombrado tutor principal, lo que deterioró el vínculo entre ambos.
El arduo proceso legal para terminar la tutela se extendió hasta 2021, convirtiéndose en un caso emblemático de debate público y de movimientos de apoyo. Una vez recuperada su libertad, Spears confesó haber sufrido “daño cerebral” por experiencias traumáticas del régimen legal y expresó sentirse afortunada de “estar viva” tras superar ese periodo adverso. El lanzamiento del libro de Kevin Federline, su exmarido, con nuevas acusaciones sobre la vida familiar, volvió a encender la discusión pública.

Pese a los desafíos prioriza recuperar los vínculos con sus hijos y hermanos, y busca el equilibrio en su salud mental. Después de publicar sus memorias y superar distintas controversias, la artista decidió enfocarse en proyectos personales y mantener distancia de los escenarios por el momento.
Qué se sabe de la vida amorosa de Britney Spears en la actualidad
Tras su separación de Sam Asghari en 2024, Britney Spears optó por la reserva en su vida sentimental. Las noticias actuales no la vinculan con una pareja estable y la cantante protege la intimidad sobre sus relaciones.
Spears privilegia su bienestar y la reconstrucción de su entorno familiar. Eventos sociales como su encuentro con las Kardashian generaron especulaciones en redes, pero la artista evita confirmar novedades amorosas y elige centrarse en su independencia emocional y personal. Su entorno más cercano destaca que respeta su propio tiempo y espacio en esta etapa.

Los premios que recibió Britney Spears a lo largo de su carrera
En más de 20 años de trayectoria, Britney Spears ha sido reconocida con numerosos galardones internacionales. Recibió un Premio Grammy, varios MTV Video Music Awards, y premios en diferentes ceremonias internacionales. Sus discos han alcanzado múltiples certificaciones de platino y oro, consolidando su lugar en la historia musical.
Además de los premios estrictamente musicales, Spears ha sido homenajeada por su impacto en la cultura pop y su influencia en la industria del entretenimiento. Su residencia en Las Vegas revitalizó el formato y sus coreografías y videoclips han dejado huella en varias generaciones. En 2025, sorprendió con el anuncio de su línea de joyería, B Tiny, mostrando una faceta emprendedora y creativa.
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Las confesiones de la mujer que fue obligada a casarse a los 3 años con el líder de los “Niños de Dios”: “Mi mamá me entregó”
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7 horas atráson
2 diciembre, 2025Por
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Serena Kelley contó todo lo que vivió en la secta. “Era apenas una ficha dentro de un orden sagrado que solo admitía obediencia”, afirma. Los rastros de la organización de David Berg en Argentina
El tiempo parece no haber pasado en la memoria de Serena Kelley. Al cerrar los ojos, reconoce los pasillos de paredes descascaradas, el olor persistente de sopa recalentada en las cocinas colectivas, las colchas remendadas y los rezos monótonos que llenaban el aire. Pero nada pesa tanto como el día en que, a los tres años, fue obligada por los líderes de la secta Niños de Dios a casarse con su fundador, un hombre de sesenta y siete años llamado David Berg. Aquel “matrimonio” fue una ceremonia fría: nadie lloró, todos aplaudieron, y una multitud de adultos —hombres y mujeres sedientos de redención— entonaron himnos bajo una luz mortecina.
La secta Niños de Dios, nacida en Estados Unidos a finales de los años 60, creció bajo la voluntad absoluta de David Berg, quien exigía la sumisión más extrema y disfrazaba sus violencias con palabras de amor y promesas de salvación. Para los niños, la vida bajo su credo fue una condena: no les fue permitido jugar, dudar, ni siquiera crecer en paz.

Himnos y rutina: el instante donde murió la niñez
La ceremonia sucedió en una sala común, adornada con flores plásticas y mantas mal dobladas. Alguien, con voz solemne, murmuró junto al oído de Serena Kelley:—Sonríe, pequeña. Es un honor. Eres la elegida del profeta.
El trauma de ese instante quedaría suspendido para siempre. “Nunca tuve la sensación de ser una persona. Me percibía como un objeto, un bien que podía cambiar de manos según la decisión de los mayores”, contó Serena más de treinta años después.
La ceremonia no fue el fin, ni el peor de los males. Solo marcó el principio de una vida tejida en abusos, secretos y silencios impuestos por quienes juraban protegerla. Estados Unidos, América Latina y Europa. La secta dispersó a sus fieles en comunidades cerradas donde la infancia era solo un rastro difuso, rápidamente asfixiado.
La doctrina del abuso
David Berg, quien se hacía llamar “Moisés modernizado”, construyó una estructura cerrada e implacable. Sus seguidores —la familia espiritual— se regían por normas estrictas: rezos al despuntar el alba, trabajo doméstico, evangelización y absoluta devoción al profeta. Fueron miles los niños criados en este régimen. Él grababa cassettes y enviaba largas cartas manuscritas que todos debían memorizar.

Un día, en una de estas grabaciones, Berg insistió: “El Señor exige entrega sin peros. Los niños son del rebaño, y nosotros solo guiamos sus pasos hacia Su gracia”.
Cualquier duda, cualquier resistencia, era castigada con dureza. Temían más el rechazo de la comunidad que el afuera desconocido. Por las noches, mientras la oscuridad envolvía las casas comunes, la madre de Serena le susurraba:“Nada temas, hija. Todo ocurre porque Él lo dispone”.
Los juegos, cuando existían, eran premios fugaces por la obediencia, o máscaras detrás de las cuales se ocultaban castigos y pruebas de disciplina.

El despojo gradual: madre, niña y el silencio
Serena tenía prohibido preguntar por qué ya no dormía con otros niños; por qué la llamaban “esposa pequeña” en voz baja y “elegida” en público. Las respuestas nunca llegaban. Solo quedaba el miedo de los pasillos, el frío de las miradas y la certeza de que su madre ya no podía protegerla. “Iba perdiendo mi voz. Me reconocía cada vez menos cuando me miraba a los espejos polvorientos del lugar”, recuerda.
Salían poco a la calle. Cuando lo hacían, era custodiadas por adultos devotos —llamados “tíos” y “tías”—, que evitaban cualquier contacto con el mundo exterior, temerosos de agentes del demonio, curiosos, periodistas o policías. “Aquí afuera está el infierno. Solo la familia es segura, solo nuestro pastor sabe lo que te conviene”, sentenció un día la madre de Serena ante la menor duda.
La expansión de los Niños de Dios: redes de fe y dolor
La secta Niños de Dios nació en California a finales de los años 60, con David Berg a la cabeza. Pronto, su mensaje —una mezcla de carisma, radicalismo y devoción bíblica— logró arrastrar a decenas y luego miles. Prometía una familia extensa, una comunidad capaz de proteger a sus miembros del veneno del mundo.
La realidad era otra. El “amor libre” y la obediencia estricta camuflaban abusos y sometimiento. Cambiaban de ciudad a menudo, mudándose incluso de país, huyendo de las autoridades y de cualquier rumor peligroso para la organización.
La secta se expandió a América Latina y Europa. El horror se replicaba sin distinción geográfica: todos los niños, todas las niñas eran vulnerables. Nadie escapaba al mandato del profeta.

’}En 1993, la Policía Federal argentina realizó siete allanamientos en distintos puntos del país, ordenados por el juez Roberto Marquevich. La denuncia era de corrupción de menores y llegaba impulsada por el consulado estadounidense que buscaba a cuatro chicos secuestrados por la secta los Niños de Dios.
La Justicia rescató 268 menores que habían sido cooptados por los Niños de Dios, la secta liderada por Berg. Así lo contó la periodista Emilse Pizarro en una nota publicada en 2019 en Infobae.
La vida de una niña rota: años de miedo continuo
A los seis años, Serena Kelley ya no tenía recuerdos de antes de la secta. Cada cumpleaños era solo una fecha en el almanaque; un día igual a todos, con nuevas obligaciones y promesas de mayor entrega. La infancia, para ella y los demás, era solo una palabra.
—Pronto, el profeta te confiará una misión inmensa —le advirtió una vez una tía, con una sonrisa ahogada.
En la comunidad, la obediencia era condición para la supervivencia. El silencio, una manera de sobrevivir. Llorar o rebelarse traía castigos que iban desde la humillación pública hasta la segregación en habitaciones oscuras.
David Berg gobernaba con mano firme. Los niños eran herramientas, símbolos de pureza y objetos de propiedad espiritual y carnal.

La toma de conciencia fue lenta. Adolescente, Serena Kelley comenzó a escribir pequeños relatos y a leer libros clandestinos que circulaban entre los jóvenes rebeldes de la secta. Descubrió que el mundo exterior no era un abismo, sino una opción.
La huida no fue gloriosa. Llevó tiempo, dudas, amenazas de ostracismo y un trabajo minucioso para frenar el adoctrinamiento instalado desde la cuna. “La libertad aterra al principio. Te sientes incompleta, culpable, deseando volver solo para no tener que decidir sola,” cuenta Serena.
Tras su salida, las pesadillas fueron constantes. Los recuerdos volvían con frecuencia. La voz grave de Berg, las miradas de los fieles, las frases envenenadas por la devoción. Nadie la persiguió, pero la vergüenza y la sospecha nunca la abandonaron.
El testimonio y la recuperación
Solo al contar su historia, primero en círculos privados, después en reportajes y foros internacionales de víctimas de sectas, Serena Kelley halló un propósito difícil: luchar por la memoria colectiva y el reconocimiento de los horrores sufridos por los hijos de la secta Niños de Dios.

“No pido piedad ni ira. Solo exijo memoria y verdad, para que ninguna niña tenga que vivir en carne propia lo que a mí me arrebataron”, reclama Serena cada vez que toma un micrófono.
Decenas de personas contaron historias similares. Los patrones se repiten: control total, aislamiento, abuso físico y psicológico. Las estructuras legales no siempre llegaron a tiempo. La secta —dispersa y debilitada tras la muerte de Berg en 1994— sobrevivió en pequeñas células, amparada muchas veces por la inacción judicial y el olvido social.
En una carta pública leída en una conferencia para sobrevivientes de sectas en Los Ángeles, Serena Kelley resumió el sentido de su lucha:
“A quienes me piden que olvide, les digo: sigo siendo una niña de tres años, con un vestido viejo y la promesa del profeta clavada en el pecho. No dejaré que esto se olvide. Hablo por todas las que no pudieron, las que aún callan, las que murieron esperando otra oportunidad de ser libres”.
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