Sociedad
Su padrastro abusó de ella cuando era niña, lo condenaron a 14 años de cárcel y apeló: “Tengo miedo que lo liberen”
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Agustina Klundt decidió contar su drama porque, dice, “no quiero darle a nadie más la comodidad de mi silencio”. El infierno que vivió en su casa. La sensación de no importarle a nadie. El día que a los 24 años decidió hacer la denuncia. Y una lucha en los tribunales que no terminó
Agustina no tuvo una infancia ni una adolescencia feliz. A los 28 años cuenta, entre lágrimas, que pasó de la violencia de su madre a los abusos sexuales de su padrastro. A los 16 años se fue de Santa Rosa, La Pampa, con su novio de 21, cuando éste consiguió un trabajo en la ciudad de Buenos Aires. Fue madre de dos hijos y quiso dejar su pasado atrás. Pero no pudo. En 2019 tuvo un intento de suicidio.
El 28 de julio de este año, el padrastro de Florencia Agustina Klundt fue condenado a 14 años de prisión por haber abusado de ella desde los 8 hasta los 16 años. El juez pampeano Carlos Alberto Besi también decidió que cumpla la pena con arresto domiciliario hasta que finalice el proceso judicial, ya que su defensa apeló al Tribunal de Impugnación. Por lo tanto, la condena no está firme. Ahora la joven, que recién pudo hacer la denuncia cuando cumplió 24 años, teme que pueda quedar en libertad. Su madre también fue enjuiciada por encubrimiento agravado y sobreseída por el mismo magistrado: como el delito investigado había cesado hace 8 años, estaba prescripto.
“Me cansé de quedarme callada. No quiero darle nunca más a nadie la comodidad de mi silencio”, le dice a Infobae por whatsapp. La charla telefónica duró dos horas.
“Santa Rosa es una de las ciudades con más casos de abusos de esta índole -comienza Agustina-. Pero por casos similares al mío les dan cuatro o seis años. Que se logren 14 años fue para la provincia una condena muy alta. Tengo miedo que lo liberen quizás por haber visto casos similares. Y ellos no son dos personas que no tienen recursos, ella es enfermera y sindicalista y él dueño de una de las rectificadoras más importantes de La Pampa”.
Agustina no usa jamás su primer nombre. Ya contará, más adelante, cuándo decidió que dejaría de llamarse Florencia, y por qué. Aunque legalmente su identidad no haya cambiado. Dice que su padre biológico y su madre se separaron cuando tenía “4 o 5 años”. Y que, a partir de entonces, la mujer intentó convertirlo en el “enemigo número uno”. El relato de su infancia es desolador. Asegura que, cuando se quedaban mucho tiempo solas con su hermana, cuatro años menor, pasaban hambre porque su madre escondía la comida “en un armario”. A partir de ese momento, “tanto yo como mi hermana sufrimos trastornos de alimentación”, añade.

Un diciembre, mientras celebraban las fiestas cenando hamburguesas, apareció en su vida la nueva pareja de su madre. Agustina tenía 8 años. “Había mucha insistencia por parte de mi ella que le digamos papá. Él tenía una hija de la edad de mi hermana. Creo que en su cabeza, mi madre quería creer que tenía una familia.”
Los abusos que denunció de su padrastro no comenzaron de inmediato, dice. “Cuando entró en nuestras vidas hacía de comer, estaba ahí, ayudaba con la tarea, me traía, me llevaba… El abandono de mi madre era tan grande que cuando llegó nos mostró un poco de cariño y dijimos ‘que buena persona’. Fue muy paulatino, muy sutil. A veces me cuesta darme cuenta cuándo las cosas se salieron de control. Cómo no me di cuenta, o no lo presentí. Llegué a pensar que todos los papás eran así, que sentaban a sus hijas en el regazo y las tocaban. Ahora puedo ver, pero en ese momento no registraba que me daba besos muy en la comisura del labio, o abrazos muy pegados o se acostaba en la cama y me preguntaba cómo había sido mi día. Hoy me doy cuenta que se frotaba conmigo”.
Dice Agustina que se dio cuenta del infierno que vivía al comenzar el secundario o quizás antes, cuando se empezó a cortar los brazos con un bisturí que halló en su casa. “Fue cuando empezó la época más intensa y dolorosa. Me perseguía, se metía en el baño. Las puertas empezaron a aparecer sin picaportes. Le ponía papel y se los sacaban. En la ducha apoyaba el palo del secador para trabar la puerta. Entraba a nuestro cuarto. Al principio nos miraba dormir de lejos. Y de a poco se acercaba más Le dijimos a mi madre y nos dijo que no digamos mentiras. El se bañaba y se venía a cambiar a nuestro cuarto. Nos tocaba, nos destapaba, nos tocaba por arriba de la ropa, y después nos sacaba la ropa. Así que dormíamos vestidas. Cuando empecé con los cortes yo no dormía. Con mi hermana llegamos a dormir con cuchillos bajo la almohada. Ya no me bañaba y me empezaron a dar pastillas para dormir”.
Un día dejó las evidencias de los cortes a mano. Su madre le subió la remera y los notó. “Lo primero que me preguntó fue si mi padrastro me tocaba. Le dije que si y me dijo que yo quería arruinar a la familia. Me llevó a la casa de una amiga, me dejó con sus hijas y se fue. Volvió a la noche y me quiso dejar en lo de mi padre biológico. Su pareja le dijo que no estaba, pero no le creyó, la empujó y se metió. Mi papá estaba mirando la tele. Lo único que pensé yo fue ‘no me quiere nadie, no le importo a nadie’. Me metió al auto y yo lloraba y preguntaba qué había hecho, si no era mala. Me respondió ‘vos no podés obligar a nadie a que te quiera’”.
El peor momento llegó cuando alquilaron una quinta para pasar el verano. Un día, recuerda Agustina, quedaron solos. “¿Esto necesitás que te lo cuente?”, pregunta… Y no. Se puede imaginar el horror que habrá sentido una niña de 12 años frente a un perverso. Fue la primera violación con acceso carnal que sufrió, según la sentencia. Antes lo había intentado, pero la madre de Agustina llegó y desistió. “El arreglaba autos, y le dejó la correa como para que chirriara y le advirtiera que venía… A veces me enojo conmigo y digo por qué no hice nada”.

Después del episodio en la casa de su padre biológico, Agustina fue a vivir con su abuela. Estuvo allí un mes. Pero la mujer, que era empleada doméstica, tampoco la ayudó. Como había quejas que faltaba a la escuela, su madre ordenó que la llevara su padrastro. El horror se hizo insoportable. “Me llevaba a la laguna, al taller, a cualquier lugar donde no hubiera gente y pasa todo. Tiraba el asiento para atrás… Yo sólo sentía olores, su respiración… Era muy asqueroso ir así después a la escuela. Empecé a odiar al mundo”.
La pesadilla parecía no tener fin. Nunca podía tener un amanecer en paz. Deseaba irse a dormir y no despertar. Con tantos golpes físicos y emocionales, Agustina enfermó de pielonefritis “Tenía muchas infecciones urinarias, después me enteré que era por los abusos”, cuenta. Fue internada y repitió un año escolar. Le contó a una maestra los abusos. Del colegio llamaron a su casa. Y todo volvió a empezar.
Para que no la encontrara su padrastro, empezó a dormir en la casa de sus compañeras. Y allí notó que esas familias no eran como la suya. “Los papás no hacían esas cosas. Yo por entonces le tenía mucho miedo a los adultos”. Decidió que no la llamaran más Florencia y comenzó a decir que era Agustina. Y conoció a Kevin, el que hoy es su esposo. Se fue a vivir con él. Al año, a Kevin le ofrecieron venir a trabajar a Buenos Aires. Aceptó. Y ella lo acompañó. Al principio estuvieron con la madre de su novio y luego alquilaron un departamento de un ambiente en Palermo.
Cuando cumplió 18 años, Agustina fue mamá por primera vez. Tuvo a Leo en Santa Rosa, y ahí, señala, “comencé a tener relación con mi papá biológico”. Luego llegó su hija, Vicky. Pero enfrentó un nuevo desafío. “Yo no sabía cómo ser mamá. Pero no quería repetir con mis hijos lo que me hicieron. Kevin me dijo que empiece terapia. Él conocía mi historia por entonces, ni conoció a mi madre ni a mi padrastro. A los 22 comencé a ir al psicólogo porque me daba miedo salir a la calle sola. Lloraba y tenía ataques de ansiedad. Me diagnosticó agorafobia y trastorno límite de la personalidad. Me medicaron. Un día resolví que no quería hablar más de los abusos y que sería la madre que no tuve”.
Sin embargo, el destino le preparó otro escollo. Cuando todo parecía encauzarse, recibió un llamado de su hermana menor, que estudiaba en Entre Ríos. Le preguntó si era cierto lo de nuestro padrastro y le dijo que se iba a matar. Viajó a Paraná, la policía le dijo que la habían internado en un centro psiquiátrico. “La saqué de ahí y me pidieron que no tuviera contacto con mi madre”.
La dolorosa recta final que transitó Agustina hasta el momento comenzó allí. “Mi hermana me dijo que había hecho una denuncia en la fiscalía de Entre Ríos. Una fiscal me contó que me nombraba a mi, y si era cierto. Se lo confirmé, pero también le dije que no quería hacer la denuncia. ‘Si vos denunciás, la causa se va a unificar y va a tener más peso’, me convenció”.
Agustina contó todo y la denuncia pasó a los juzgados de Santa Rosa. El proceso duró cuatro años. Lo primero que lograron fueron órdenes de restricción para el padrastro y la madre. Según cuenta, su madre violaba ese impedimento en forma permanente. “Mi hermana tuvo dos intentos de suicidio. En el más grande se quiso colgar y un chico la salvó justo. Y cerca de mi primera declaración, mi abuela me mandó un audio muy agresivo, que yo había ensuciado a mi familia y que ella me iba a denunciar a mi. La primera vez que tuve que hablar con el fiscal no podía con mis emociones, pensaba que nadie me iba a creer. Y detoné: me tomé no se cuántos clonazepam y terminé internada”.

Su hermana estaba muy mal, pero Agustina sabía que no la podía llevar a vivir con ella. Su padre biológico se hizo cargo. “Ella no tomaba la medicación, y empezó a hablar con mi madre y mi abuela. Me llamaba para decirme que todo esto era mi culpa, se puso agresiva, terminó viviendo otra vez con mi madre y retiró su denuncia”.
Agustina, ahora sola, continuó adelante. El 28 de julio su abogada, la doctora Ana Carolina Tofoni, le informó la resolución del juez Besi. El tribunal acreditó que el padrastro “abusó sexualmente de Florencia Agustina Klundt desde los 8 años hasta los 12 años de edad mediante caricias, tocamientos, manoseos en todo su cuerpo… y luego entre los 12 años y 16 años, aproximadamente, con acceso carnal”.
Sabe que esto no terminó, que la lucha judicial continúa. “Dicen que se hizo otra denuncia y que no lo pueden juzgar dos veces por lo mismo. En realidad una vez fui a hacer la denuncia, pero me dejaron sola en una habitación, me puse a llorar y me fui”. El propio juez indica en su sentencia que “no cuenta con ninguna documentación, expediente o instrumento alguno que permitan de un modo u otro resolver sobre la procedencia o no de la garantía o principio que veda la doble persecución penal. A requerimiento de la Defensa se solicitó al Archivo Judicial que informe respecto de la denuncia mencionada debiendo remitir la documentación respectiva, informando que se revisó el SIGE no hallándose el expediente, siendo necesario contar con la carátula respectiva y/o número respectivo”.
Agustina, que estudiaba Contaduría en la Escuela Argentina de Negocios, cuenta que debido al juicio, dejó la carrera en suspenso. Por el momento, tampoco trabaja. Con Kevin, que es contador, tienen un estudio desde 2017. Su vida, hoy, son sus hijos de 10 y 8 años. E intentar llevar una existencia normal. “Pude superar vivir en el infierno. Y contar lo que viví. Al hablar, la carga se hace más liviana”.
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Sociedad
Once días atado, racismo y un dedo amputado: el brutal secuestro que reveló un nuevo perfil criminal en la Argentina
Publicado
10 horas atráson
16 octubre, 2025Por
Admin
Ariel Strajman tenía 27 años cuando fue raptado mientras entraba al garaje de su edificio en Villa Urquiza. Su caso marcó un cambio del mapa delictivo: bandas sin prontuario, de jóvenes de barrios acomodados con una crueldad metódica. A más de veinte años, su historia sigue siendo un espejo incómodo de la violencia de aquellos años. El encuentro a solas con él a la distancia
“Si a Maradona le cortaron las piernas en el Mundial de Estados Unidos, a mí me arrancaron el corazón, la mente, todo”, me confió en la única entrevista que dio Ariel Strajman, sentado en el living del departamento de su familia en Villa Urquiza, casi un par de años después de que una banda improvisada pero feroz lo secuestrara y le amputara el dedo meñique de su mano derecha para cobrar el rescate.
Estaba triste, pero firme y con mucha bronca acumulada: “Pedí pena de muerte y al cabecilla le dieron 22 años. ¿Qué diferencia, no? Estas cosas incentivan para irse del país. Después de saber el veredicto quedé arruinado. Me cortaron un dedo y me anunciaron que después venía la mano. Y que me despedazarían lentamente, mientras me llamaban ‘judío de mierda’ y se reían. Después me quemaron el pecho y los labios con encendedores y me colocaban jamón en la boca y me daban alcohol para emborracharme. Estaba atado de pies y manos, me dieron pastillas de Lexotanil para dormir. En el juicio aseguraron que no hicieron nada de eso. Y Adrián Sommaruga se solidarizó con mi familia en el debate oral. Ahí me paré y me fui a la mierda, para no armar un quilombo y terminar preso yo. Sentí que en ese fallo se me fue la vida y el futuro”.

Las frases no fueron en caliente, sino en una charla en la que intentó poner en palabras el hueco que dejó aquel rapto que lo convirtió, sin quererlo, en símbolo de una época de violencia social contenida. Su historia, como la de tantos otros secuestros exprés de comienzos de los 2000, mezcló juventud, impunidad y un nivel de planificación que asombró incluso a los investigadores más experimentados, más allá de los errores garrafales que los delincuentes cometieron.
Ocurrió el 16 de octubre de ese año. Strajman, de 27 años, empresario, hijo de joyero, llegaba a su departamento. Fue interceptado por un grupo armado que lo subió a un auto y lo trasladó hasta una casa cercana ubicada en la calle Holmberg, que luego se comprobó era de la familia Sommaruga, de donde provenían la mayoría de los componentes de la banda. A patadas y empujones le hicieron bajar una escalera resbalando en cada peldaño hasta un sótano donde lo ataron tan fuerte que apenas podía respirar.
Lo encadenaron de pies y manos. Después lo llevaron a otra vivienda en el Complejo La Josefina, en la esquina de Tulipanes y Las Glicinas en la ciudad de Pilar, lugar donde lo mantuvieron encerrado y lograron cobrar un primer rescate, algo así como mil dólares, seiscientos pesos y alhajas. Y como les salió bien intentaron pedir más dinero.

Durante los días siguientes, lo golpearon, lo humillaron y, para demostrarle a su familia que hablaban en serio, le cortaron el dedo meñique de la mano derecha. Esa imagen dentro de una bolsa la recibió su familia exigiendo un rescate de 30 mil dólares, y luego recorrió oficinas policiales, redacciones y despachos judiciales. Era el símbolo de una crueldad que ya no tenía fronteras de clase. “Esto que vas a sufrir no se compara ni con el Holocausto”, lo torturaban.
Las llamadas eran constantes, con tono burlón y precisión militar. Algunos trabajaban como patovicas en boliches de la zona norte, otros estudiaban carreras universitarias. Su presunto líder, Pablo Sommaruga, había sido custodio en locales nocturnos y mantenía contactos con el ambiente del fisicoculturismo. Los investigadores descubrieron que no se trataba de una banda común: no había delincuentes históricos, sino una mezcla de soberbia y amateurismo que, en conjunto, resultó devastadora.
El secuestro duró once días. Ariel fue liberado tras el pago de un rescate parcial y un operativo encubierto de la Policía Federal. Llegó al hospital deshidratado, con el cuerpo lleno de hematomas y la mano. “No sé cómo voy a volver a dormir”, reflexionó mirando al piso. Los médicos le explicaron que el dedo no se podía reimplantar, tampoco la vida anterior.
La investigación fue un rompecabezas. Los secuestradores habían dejado rastros en los teléfonos, en las cabinas y hasta en los billetes del rescate. Cayeron uno a uno. Cuando se conocieron sus identidades, la sorpresa fue general: jóvenes de entre 25 y 35 años, sin antecedentes, con buen aspecto y vínculos sociales. Los medios los bautizaron como “La banda de los patovicas”, aunque en el expediente figuran como una “asociación ilícita dedicada al secuestro extorsivo”.
Venían cometiendo delitos en la zona aledaña de Saavedra y Villa Urquiza. Pero la sensación de impunidad con que se movían los llevó a cometer errores, algunos garrafales, como utilizar el mismo teléfono para hacer las llamadas para pedir las sumas de los rescates, por lo que rápidamente se identificó el número de un celular, a través del cual se obtuvieron los datos del titular de la línea.

De esa forma sencilla la policía llegó a la casa de la calle Holmberg donde al principio tuvieron a Strajman. Atendió María Esther Gottig, esposa de Alberto Juan Sommaruga, propietarios de la vivienda y reconoció que el teléfono le pertenecía. Pero la embarró más aún cuando intentó aclarar y mencionó que su hijo lo utilizaba para “trabajar”. Terminó detenida junto a su marido y sus hijos, Adrián y Pablo, y el resto de los sospechosos, uno de ellos llamado Diego Sibio –hijo solo de Gottig- y otros que no pertenecían a la familia.
La policía ordenó cuidadosos allanamientos. Uno fue clave para llegar a la vivienda de Pilar y poder liberar a Ariel Strajman. En otros pudieron secuestrar dos pistolas calibre nueve milímetros, otra 11.25, un revólver Magnum 357, un 32 con numeración adulterada y una ametralladora Mini Uzi automática de fabricación israelí.
Todos fueron imputados desde el comienzo por los delitos de “secuestro extorsivo, asociación ilícita, tormentos, con el agravante de odio racial, lesiones gravísimas, uso de documento de identidad falsificado y tenencia ilegal de armas de guerra”. María Esther Gottig fue alojada en la cárcel de mujeres de Ezeiza y los hombres en el penal de Villa Devoto. Dos años más tarde, la última semana de setiembre de 2004, el Tribunal Oral Federal Nº 1 que por entonces estaba integrado por Mario Gustavo Costa, Martín Federico y Jorge Gettas dictó sentencia: 22 años de prisión para Adrián Sommaruga; 16 para su hermano Pablo; 14 para Osvaldo Keroa; seis para María Esther Gottig; cinco para Alberto Sommaruga y Diego Sibio; y tres para Nicolás Barlaro.
Durante el juicio, el contraste entre la víctima y los acusados fue brutal. Ariel, de traje oscuro y voz temblorosa, describía las noches sin luz, los insultos, el dolor. Del otro lado, los imputados se mostraban serenos, casi altivos. En sus declaraciones, ninguno mostró arrepentimiento real.
La justicia los calificó como una organización “que actuó con extrema frialdad y desprecio por la vida humana”. El caso fue emblemático porque marcó un cambio en el mapa criminal argentino. Ya no eran bandas marginales las que secuestraban, sino grupos con educación, contactos y ambición económica. Los investigadores compararon su estructura y su método con aquellos secuestros familiares de los ochenta que habían conmocionado a la sociedad, aunque esta vez sin la solemnidad de un clan ni la mística de un apellido como el de los Puccio, por ejemplo. Era el reflejo de un tiempo en el que todo parecía posible, incluso lo impensado.
Para Ariel las noches seguían siendo un campo minado. En 2020, el apellido Sommaruga volvió a escena: Pablo, con la condena ya cumplida por el secuestro de Strajman, vivió un acto de agresión mientras gozaba de salidas transitorias de la Unidad 14 de Esquel en una causa por portación de armas. Sucedió en las inmediaciones del barrio Vepam cuando vecinos lo increparon y lo golpearon.
En ámbitos judiciales los fiscales aún recuerdan la causa como una de las más complejas de la década. No por su extensión, sino por su impacto emocional. “Ariel fue un testigo de excepción —dijo uno de ellos años después—. No solo narró su cautiverio, también nos obligó a mirar de frente una forma nueva de criminalidad”. El secuestro de Strajman se convirtió en un espejo difícil de mirar donde podía verse el sadismo más cruel.
Él mismo aceptó que no busca revancha, sino olvido. “No odio, pero no quiero ni recordarles la cara”. Y aunque los nombres de sus captores ya forman parte de un archivo judicial, el trauma persiste en él como una sombra imposible de soslayar.
Sociedad
Indignación y repudio por el disfraz de un alumno en Bariloche: se vistió de “mujer violada” en su viaje de egresados
Publicado
12 horas atráson
16 octubre, 2025Por
Admin
El grupo de jóvenes de Bell Ville difundió el video a través de la cuenta de Instagram de la promoción. Allí, uno de ellos aparece con un vestido estampado roto y el cuerpo pintado con manchas rojas
Un grupo de estudiantes del Instituto Provincial de Educación Técnica (IPET) N.º 267 de la localidad de Bell Ville, en la provincia de Córdoba, protagonizó un repudiable hecho durante su viaje de egresados, cuando uno de ellos fue grabado usando un disfraz en el que simulaba ser una víctima de abuso sexual. El video, difundido inicialmente en la cuenta de Instagram de la promoción, se viralizó y provocó un fuerte rechazo social por trivializar el tema.
Según informó el medio local El Doce, la rápida difusión del video motivó pedidos de sanción y un fuerte repudio por parte de la comunidad educativa y de la sociedad en general.
En el mensaje, los alumnos reconocieron: “Somos conscientes de la gravedad de lo sucedido. Queremos aclarar que este hecho está desligado de nuestra institución, acompañantes y no representa los valores enseñados. Somos adolescentes y entendemos que es un tema delicado y que no debemos fomentarlo. Pedimos disculpas”.

En sus palabras, los estudiantes afirmaron: “Queremos expresar nuestro más absoluto repudio por las recientes publicaciones. Nos sentimos totalmente conmocionados por la violencia de las imágenes y consideramos que el comunicado posterior resulta insuficiente para justificar lo sucedido”.
El texto de este segundo comunicado profundizó en la reflexión sobre el contexto social y la responsabilidad individual, al señalar: “La mayor parte de nosotros somos mayores de edad. Esto forma parte de una manera de mirar el mundo, de naturalizar las violencias contra nuestros cuerpos, de creer que algunos pocos tienen la licencia de reírse de cualquier cosa. Nos sentimos abrumados, tristes”.
Por último, solicitaron la intervención de las autoridades escolares para que se tomen medidas concretas. “Pedimos que se revisen y sancionen a los responsables, nos despegamos de ellos y abrazamos a nuestra escuela y docentes que nos están conteniendo en tan tremenda situación”, concluyeron.
Esta no es la primera vez en el año que un grupo de alumnos de una escuela que estaba en medio de su viaje de egresados en Bariloche queda envuelto en un hecho polémico. A finales de septiembre, unos estudiantes de una escuela de Canning fueron filmados mientras realizaban cánticos antisemitas.
“Hoy quemamos judíos”, era la frase que se repetía en el micro y que se puede escuchar en el video que se viralizó en las últimas horas. En las imágenes difundidas, se puede ver cómo un hombre, que sería el encargado del grupo, se sumó a los cánticos que generaron rechazo en las redes sociales.
De acuerdo con lo que se conoció hasta el momento, las imágenes datan del pasado 10 de septiembre, cuando en Bariloche estaban los alumnos de la Escuela Humanos de Canning.
En ese marco, la propia institución educativa sacó un comunicado haciendo alusión a lo ocurrido. Allí señalaron que “la Escuela Humanos repudia enérgicamente el accionar de un grupo de alumnos durante su viaje de egresados”.
“De igual manera, repudiamos la actitud de la empresa organizadora y del coordinador a cargo, aclarando que nuestra institución no tiene vínculo alguno con sus prácticas ni mensajes”, continúa el escrito.
Y cierra: “Los cánticos difundidos no representan en absoluto los valores de nuestra escuela, basada en el respeto, la inclusión y la convivencia democrática. Se adoptarán las medidas correspondientes y reafirmamos nuestro compromiso de seguir construyendo una comunidad más humana e inclusiva”.
En sus redes sociales, la escuela destaca que desde 2019 lleva el título de Embajadores Mundiales de la Paz. Esta distinción fue entregada por la agrupación Mil Milenios de Paz en un acto que se realizó en el Senado de la Nación.
Sociedad
Aerolíneas Argentinas retiró preventivamente ocho aviones tras la falla en el vuelo con destino a Córdoba
Publicado
12 horas atráson
16 octubre, 2025Por
Admin
La compañía investiga, junto al fabricante CFM y a otras aerolíneas de la región, el origen del desperfecto en uno de los motores del Boeing 737-800 que debió aterrizar en Ezeiza de emergencia
Aerolíneas Argentinas anunció este jueves la suspensión preventiva de las operaciones de ocho aeronaves Boeing 737-800 equipadas con motores fabricados por CFM, tras la falla registrada en el vuelo AR1526 que partió ayer desde Aeroparque con destino a Córdoba. “El foco de la medida está puesto en los propulsores, y no en otro elemento de las aeronaves”, informaron.
Como informó este medio, el vuelo AR1526 presentó una falla técnica en uno de sus motores poco después de iniciar el despegue. La tripulación siguió los procedimientos de seguridad y dirigió la aeronave al Aeropuerto Internacional de Ezeiza, donde aterrizó sin inconvenientes. “Los pasajeros desembarcaron con total normalidad”, señaló la línea aérea.

La compañía informó que el mantenimiento de todos sus motores “tiene un cumplimiento absoluto en términos de las verificaciones indicadas por los fabricantes”. Sin embargo, reconoció que “este es el cuarto suceso registrado en el último año con un mismo tipo de motor”.
También pidió la evaluación de otras aerolíneas de la región que operan con la misma motorización y “tuvieron sucesos similares”. Además, notificó a las autoridades regulatorias locales, con las que trabaja “para fijar un criterio de resolución”.
“Esta suspensión preventiva es consecuencia de la aplicación de criterios de altísima exigencia”, subrayó la empresa. “El foco de la medida está puesto en los propulsores, y no en otro elemento de las aeronaves”, aclaró el texto oficial.
El incidente del miércoles afectó a más de 160 pasajeros del vuelo AR1526 de Aerolíneas Argentinas, que habían despegado ayer por la mañana del Aeroparque Jorge Newbery, en CABA, con destino a la ciudad de Córdoba. Allí, un motor del avión sufrió una falla y debió modificar su ruta inicial hacia el Aeropuerto Internacional Ministro Pistarini, en Ezeiza, donde aterrizó sin inconvenientes.

Como consecuencia del hecho, la terminal aérea metropolitana permaneció cerrada durante algunas horas, hasta que, pasadas las 11.30, reabrió sus puertas y reanudó sus actividades habituales. No obstante, algunos vuelos programados para esta jornada registraron demoras y reprogramaciones menores.
Fuentes de la aerolínea señalaron que “el motor estaba en condiciones normales y correctamente mantenido”. Tras la inspección de pista, el fabricante fue informado sobre la incidencia con el objetivo de determinar el origen de la falla.
El Boeing 737-800 fue liberado luego de que los operarios completaron las tareas de revisión y limpieza en la pista. La empresa precisó que la medida preventiva no implica la cancelación de rutas, pero sí “una reorganización temporal de la programación de vuelos mientras duren las verificaciones técnicas”.
Aerolíneas indicó que continúa en contacto con el equipo técnico del fabricante CFM y con las autoridades aeronáuticas locales e internacionales “para definir los pasos a seguir antes de reincorporar las aeronaves al servicio”.


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